El plastidecor color carne
Por Carla Faginas Cerezo. Publicado en el número 10 (noviembre 2017).
Las mesitas, todavía lo recuerdo, eran de diferentes colores y formas geométricas: las había rojas y redondas; azules y cuadradas; verdes y hexagonales. Los alumnos, un conjunto de párvulos ataviados con un mandilón a cuadros con nuestro nombre bordadito, nos sentábamos aleatoriamente a su alrededor, sin seguir ningún tipo de orden ni porqué.
En el centro de cada mesa había un pequeño recipiente rectangular que contenía los elementos en torno a los que giraba la enseñanza preescolar de la época: pinturas de colores. Verdes, amarillas, negras, rosas, rojas, naranjas… un buen número de ejemplares de cada tono. Suficiente para que aquel grupo de unas veintipico criaturas pudiese poner en práctica sus habilidades artísticas. No puedo imaginar la cantidad de veces que garabateé, dentro de aquella aula, lo que pretendían ser los rostros de mis padres y hermanas; de mis abuelos, tíos y primos. Lo único que una niña de cuatro años podía conocer.
Como iba diciendo, en el centro de las mesas, cada cajita almacenaba unos treinta o cuarenta plastidecor. Cuando, movidos por nuestro yo artístico, queríamos coger el amarillo para pintar el sol y sus rayos, lo conseguíamos sin mayor esfuerzo. El marrón, para colorear el tronco de un árbol o una melena, igual. El verde, para teñir los montes y campos de nuestra Galicia natal, lo mismo. Había un mundo a nuestro alcance en aquel arcoíris de lápices. Un mundo en el que, pese a todo, escaseaba un bien: el plastidecor color carne.
Pertenezco a una generación en la que todos los compañeros de clase éramos de la misma raza, y en la que la llegada del primer alumno negro al colegio, un niño que tendría unos tres años cuando yo rozaba la adolescencia, se celebró en todo el centro como un abrazo a la multiculturalidad. En aquellos años, la inmigración en España era un fenómeno poco común: éramos hijos y nietos de emigrantes, no un país anfitrión. Por tanto, en nuestras aulas y en nuestros retratos reinaba la monocromía.
Esta circunstancia, que pudiera parecer baladí, dio pie a una suerte de absolutismo infantil: el del poseedor del plastidecor color carne. Un lápiz entre rosa y anaranjado que era objeto de deseo de todos los chavales. A diferencia del resto de tonalidades, el plastidecor color carne era un bien exiguo: solamente teníamos uno por mesa. En un ambiente en el que el cien por cien de los niños tenía como motivo principal de sus dibujos a sí mismos, a sus amigos o a su familia, aquello era un sindiós.
Por eso, cuando un crío estaba en posesión del plastidecor color carne, los demás debíamos aguardar pacientemente nuestro turno. Aquellas tandas solían regirse por un “¡Yo segun!”, que, seguido de un “¡Yo tercer!”, era nuestro “quién da la vez” particular. De algún modo, aquel sistema funcionaba: los niños nos respetábamos mutuamente y rellenábamos los tiempos de espera coloreando lagos azules, tejados rojos, piedras marrones, árboles verdes.
Con todo, de vez en cuando algún hooligan enano irrumpía por la fuerza en el orden establecido democráticamente por los miembros de la mesa. A base de tirones, empujones y alguna patada ocasional, conseguía en un instante dos objetivos: la codiciada pintura y el llanto colectivo de los que llevábamos un buen rato esperando.
Esta mañana, la del 1 de octubre de 2017, mientras pensaba cómo comenzar este artículo, pude ver en la televisión una réplica moderna de aquel recuerdo inocente: en colegios de toda Cataluña, la violencia se abrió paso entre la serenidad, y un niño enrabietado arrebató, a base de palos, el plastidecor color carne a un grupo de personas que esperaban pacientemente su turno.
En el centro de cada mesa había un pequeño recipiente rectangular que contenía los elementos en torno a los que giraba la enseñanza preescolar de la época: pinturas de colores. Verdes, amarillas, negras, rosas, rojas, naranjas… un buen número de ejemplares de cada tono. Suficiente para que aquel grupo de unas veintipico criaturas pudiese poner en práctica sus habilidades artísticas. No puedo imaginar la cantidad de veces que garabateé, dentro de aquella aula, lo que pretendían ser los rostros de mis padres y hermanas; de mis abuelos, tíos y primos. Lo único que una niña de cuatro años podía conocer.
Como iba diciendo, en el centro de las mesas, cada cajita almacenaba unos treinta o cuarenta plastidecor. Cuando, movidos por nuestro yo artístico, queríamos coger el amarillo para pintar el sol y sus rayos, lo conseguíamos sin mayor esfuerzo. El marrón, para colorear el tronco de un árbol o una melena, igual. El verde, para teñir los montes y campos de nuestra Galicia natal, lo mismo. Había un mundo a nuestro alcance en aquel arcoíris de lápices. Un mundo en el que, pese a todo, escaseaba un bien: el plastidecor color carne.
Pertenezco a una generación en la que todos los compañeros de clase éramos de la misma raza, y en la que la llegada del primer alumno negro al colegio, un niño que tendría unos tres años cuando yo rozaba la adolescencia, se celebró en todo el centro como un abrazo a la multiculturalidad. En aquellos años, la inmigración en España era un fenómeno poco común: éramos hijos y nietos de emigrantes, no un país anfitrión. Por tanto, en nuestras aulas y en nuestros retratos reinaba la monocromía.
Esta circunstancia, que pudiera parecer baladí, dio pie a una suerte de absolutismo infantil: el del poseedor del plastidecor color carne. Un lápiz entre rosa y anaranjado que era objeto de deseo de todos los chavales. A diferencia del resto de tonalidades, el plastidecor color carne era un bien exiguo: solamente teníamos uno por mesa. En un ambiente en el que el cien por cien de los niños tenía como motivo principal de sus dibujos a sí mismos, a sus amigos o a su familia, aquello era un sindiós.
Por eso, cuando un crío estaba en posesión del plastidecor color carne, los demás debíamos aguardar pacientemente nuestro turno. Aquellas tandas solían regirse por un “¡Yo segun!”, que, seguido de un “¡Yo tercer!”, era nuestro “quién da la vez” particular. De algún modo, aquel sistema funcionaba: los niños nos respetábamos mutuamente y rellenábamos los tiempos de espera coloreando lagos azules, tejados rojos, piedras marrones, árboles verdes.
Con todo, de vez en cuando algún hooligan enano irrumpía por la fuerza en el orden establecido democráticamente por los miembros de la mesa. A base de tirones, empujones y alguna patada ocasional, conseguía en un instante dos objetivos: la codiciada pintura y el llanto colectivo de los que llevábamos un buen rato esperando.
Esta mañana, la del 1 de octubre de 2017, mientras pensaba cómo comenzar este artículo, pude ver en la televisión una réplica moderna de aquel recuerdo inocente: en colegios de toda Cataluña, la violencia se abrió paso entre la serenidad, y un niño enrabietado arrebató, a base de palos, el plastidecor color carne a un grupo de personas que esperaban pacientemente su turno.