El pasaje
Por Luis Alberto Martín. Publicado en el número 11 (diciembre 2018).
Deslizó su mano hasta tocar el agua y dejó que la imaginación se sumergiese. Debajo de ellos había un mundo lleno de cosas que desconocían, seres por revelarse, lugares mágicos: el reino de un dios cuya tranquilidad les permitía realizar el viaje.
Alim mantuvo los dedos rozando la superficie. Sus padres, su hermana y su hermano estaban sentados. Mientras madre permanecía con la vista perdida, Sahira tenía las rodillas pegadas al pecho y la cabeza reposando sobre ellas. Rafiq oteaba el horizonte buscando tierra. Tan solo padre le observaba para, en cuanto se cruzaron sus miradas, hacerle un gesto complaciente.
-Padre, ¿cuándo...?
-Todavía no, hijo. Todavía no.
Pocos días antes, Alim estaba a punto de dormir. Acababan de contarle una historia. Era su momento favorito de las noches por mucho que lo siguiente, durante bastante tiempo, hubiera sido quedarse a oscuras con el miedo de oír silbar las balas en la calle. Padre siempre había hecho eso con él, incluso tras salir de casa para trasladarse a otra zona de Damasco, incluso cuando recibió amenazas por enseñar «herejías» y, junto a su madre, tuvo que abandonar la universidad. Hoy había tocado el viaje de Jasón y los argonautas.
-¿Te ha gustado?
-Sí, padre, mucho. ¿Padre?
-Dime, Alim.
El pequeño le miró fijamente a los ojos.
-Si tuviésemos el vellocino de oro, ¿se acabaría la guerra?
Con una sonrisa en la cara, donde sobresalía una barba descuidada, respondió mientras jugueteaba con el pelo moreno de su retoño.
-Quizá, hijo mío. Quizá.
Incorporándose sobre el camastro de la tienda que hacía de hogar en el campo de refugiados, agarró al progenitor por la solapa del traje roído que llevaba semanas siendo su única vestimenta y le imperó:
-¡¡Vamos a buscarlo, padre; vamos a buscarlo!! Y ya no habrá guerra ni señores de negro, y volveremos a casa...
Girando con suavidad la cabeza para dar a entender que eso no era posible, le hizo tumbarse de nuevo.
-Ven, escucha.
El niño calló y le miró atento.
-Vamos a hacer un viaje, como Jasón.
-¿Dónde, padre?
El brillo de sus ojos reflejó tanto miedo como esperanza.
-A Grecia.
Se puso de pie cantando y saltando. Todas las historias ocurrían allí: Hércules, Perseo, el minotauro...
-Para, para, muchacho —le dijo riendo y llevándose el dedo índice a la boca para pedir silencio.
-Padre, ¿veremos el monte Olimpo?
-Primero vamos a llegar allí —respondió con ternura.
-Sí, padre, sí. ¿Padre?
-Cuéntame.
-¿Cómo iremos a Grecia?
Suspirando, subió más la ligera manta para no dejar al descubierto los brazos del pequeño.
-Hoy te he contado la historia de Jasón. ¿Te acuerdas de Ulises y de su viaje?
-Sí.
-Pues haremos como ellos: navegar.
-Padre, ¿tardaremos tanto como Ulises?
-Ojalá no; será menos tiempo —contestó riéndose—. Buenas noches, Alim.
-Padre…
-Vamos, es hora de irse a dormir, sino despertarás a todo el mundo.
-Solo una cosa.
-Dime entonces.
-¿Veremos al Kraken?
Sabía que ese monstruo nunca existió en la mitología helena, pero el niño adoraba aquella película. Le vino a la memoria cómo chillaba y aplaudía al ver salir del mar a la criatura.
-Mejor si lo hacemos en tierra —dijo tras darle un beso en la mejilla.
Aquello no era la nave Argos ni estaba comandado por Ulises. Su tripulación tampoco la formaban guerreros, sino familias, restos de ellas o personas que lo habían perdido todo para llegar hasta allí. Alim no era consciente de eso, solo tocaba el agua y miraba al frente tratando de ver tierra o alguno de los seres legendarios que antecedían su camino al sueño. El padre se mantenía pensativo deseando que la suerte no fuera esquiva y pudieran continuar juntos el viaje. Ojalá el bote resistiese hasta que, por lo menos, pudieran verles los guardacostas.
Una idea cruzó por la cabeza del pequeño, cansado de que su búsqueda fuera infructuosa.
-¡Padre!
El niño se desplazó hacia él con rostro preocupado.
-Padre, padre, no iremos por Escila y Caribdis, ¿verdad?
-No, Alim; tranquilo —respondió cansado.
Rafiq observó a los dos; nunca le habían parecido bien esas historias para tener al niño engañado. Debería conocer la realidad, no estar distraído de las preocupaciones. Sahira y su madre dormían hombro con hombro en una postura que mezclaba el largo pelo negro de ambas como si fuera una única cabellera.
Alim, inconsciente de la sensación que sus preguntas provocaban en el hermano mayor, planteó una nueva:
-Padre.
-Dime.
-Una vez me contaste la historia de Europa, de cómo la raptó Zeus y de cómo su familia la buscó.
-Sí, Alim.
-Si vamos a Europa... ¿podremos ver a la princesa?
-¡Bah! —respondió Rafiq con aspavientos mientras movía la cabeza con gesto negativo.
Obviando las muecas de desprecio, respondió:
-Esa historia es muy antigua, hijo mío, como todas las que te cuento. No todo eso se mantiene hoy.
La expresión de Rafiq dio a entender lo que pensaba. Ya era hora. Una lágrima asomó en los pequeños ojos oscuros. Sin embargo, conteniendo la tristeza, el chiquillo preguntó de nuevo:
-Padre.
-¿Sí, Alim?
-Tú me dijiste que la princesa Europa era de nuestra tierra.
-Sí, era fenicia. Los fenicios fueron los antiguos sirios.
-¿Tú crees que Europa se alegraría de vernos?
-No lo sé, hijo. No lo sé... —contestó a la vez que Rafiq asentía dejando las muestras de rechazo para coger a su hermano en brazos.
El chapoteo que hasta entonces había provocado el niño al intentar descubrir algo se intensificó cuando los adultos volvieron a utilizar los remos tras un breve descanso. Solo podían confiar en sus fuerzas, y en que estas no les desviaran de su destino, ya que los traficantes habían dejado el motor con el combustible justo para abandonar la frontera marítima de Turquía. Si había suerte, no estarían muy lejos de Lesbos, aunque llevaban bastantes horas sin novedades. Su Ítaca debía esperar. El mar no podía hacerlo.
La monotonía y el cansancio llevaron el sueño a los párpados de Alim. Cómodo y tranquilo en los brazos de su hermano, se dejó llevar por Morfeo sin necesidad de relatos. Cuando despertó tuvo la sensación de que seguía dormido. Todo estaba oscuro, hasta que miró al cielo.
Allí estaban las estrellas y las constelaciones. Padre también se las había explicado muchas veces para acompañar sus cuentos, pero jamás había tenido ocasión de verlas así. La paz del mar destacaba en un entorno donde la única luz, junto a la luna menguante, era la de esos pequeños puntos; los mismos que se reflejaban en la superficie. Sin decir nada, se deslizó hacia el borde de la embarcación y empezó a contar los que recordaba apuntando con su dedo hacia arriba.
-La Osa Mayor, la Osa Menor...
-¿Y cuál es la que tiene al lado? —oyó preguntar a una voz.
-¿El Dragón?
Ni siquiera se giró; sabía que era él. Acariciando a su mujer y a los dos hermanos del niño, que dormían, se arrastró como pudo entre el resto de personas. Los encargados del turno de vigilancia les observaban, pero ambos se pusieron a recordar como si la incertidumbre no dominase su destino. Parecía que se hubieran unido a la eternidad de aquellos dioses cuando apuntaban al cielo, se miraban, reían y hacían gestos tratando de dibujar con sus manos las mismas figuras que otros habían imaginado siglos antes... puede que en otra noche igual de pacífica y bella. Cayeron dormidos y soñaron que aquellas siluetas bajaban para explicarles la vida en los confines del universo.
Una bofetada de luz llegó desde la misma dirección hacia la que habían estado mirando. Apuntaba al bote mientras un sonido mecánico y monótono provocaba los primeros nervios y, con ellos, que el agua se convirtiese en un nuevo tripulante. La madre chillaba sus nombres, Rafiq agarraba a su hermana y padre se aferraba a él con tanta fuerza que le hacía daño. Alim no se daba cuenta de lo que ocurría. Con los ojos totalmente abiertos, miraba al resplandor del cielo como si se manifestase una de las maravillas que llevaba tanto tiempo esperando. Los demás gritaban y levantaban los brazos en una mezcla de júbilo y miedo. Nadie parecía darse cuenta de cómo el agua exigía más espacio y el aire de la balsa se escapaba.
Padre confiaba en los chalecos; todos los llevaban puestos desde que partieron. Eran su única garantía de supervivencia si algo iba mal; pero los chalecos no protegían de los empujones, del miedo ante la posibilidad de que les dejasen morir allí ahora que estaban localizados. El tumulto se hacía con el mando y la luz seguía apuntándoles estática. Entonces se desató la angustia por los días de espera y el horror ante la posibilidad de que hubieran sido en vano. Quienes se lanzaban al agua esperando salvarse arrastraban a los demás en ese camino, se disputaban la salida arañando los rostros de sus compañeros. La supervivencia era cosa de uno mismo.
La madre protegió con su cuerpo a Sahira y Rafiq. Temblando porque no sabía nadar, fue la primera en darse cuenta de lo inútil que era el regalo de los contrabandistas. Asumiendo que solo podía intentar que sobreviviesen sus hijos, les animó a salir diciéndoles que les seguiría, aunque era mentira. Luego fue envuelta por la gigantesca medusa en que se había convertido el bote deshinchado.
El padre no se atrevió a mirar hacia atrás. Sabía que le hubiera sido imposible hacer nada para ayudarla, y que si lo hubiera hecho las vidas de los cuatro habrían estado en peligro. Eso no evitó que también se sintiese hundir, pero estaba Alim, estaban Rafiq y Sahira. Le necesitaban.
Con el niño aferrado a su espalda, buscó a los hermanos. Casi no podía distinguirles en medio de la confusión. Los gritos indicaron hacia dónde dirigirse. Sahira, desconsolada, braceaba llamando a su madre. Rafiq trataba de mantenerse a flote y voceaba sin esperanza intentando obtener una respuesta. Una ligera palmada en el hombro sirvió para que le reconocieran. Ya juntos, dirigieron su mirada al helicóptero.
Allí estaba apuntando sus focos hacia aquel banco de peces humanos que manoteaban, gritaban y trataban de hacerse notar bajo aquella luz que, como una aparición, había surgido en medio de la noche para mantener a Alim hipnotizado. Las hélices levantaban un tenue oleaje que golpeaba sus rostros a la par del viento. El aparato permanecía estático sobre ellos, y como única señal los mantenía en la trayectoria del reflector. Nadie daba indicación alguna, no se escuchaba ningún megáfono sobre el estruendo de los propulsores.
Decenas de voces suplicaron ayuda, preguntaron por un barco sin provocar cambios. Todo había ocurrido en minutos, aunque para ellos era como si hubiesen detenido el reloj con la intención de torturarles, y esperaban con ansia, igual que si hubieran estado toda la vida haciéndolo, una señal de los pilotos.
El padre se desgañitó, agitó los brazos en esfuerzos desesperados por obtener alguna respuesta. Sus hijos flotaban a duras penas y permanecían callados. No variaron su gesto cuando la máquina se marchó tal y como había llegado: de repente, sin dar pistas de lo que iba a hacer.
Tuvo que controlarse para no transmitir su desesperación a los niños. La oscuridad impedía saber hacia dónde dirigirse. Había más náufragos, si bien dejaron de preocuparle desde el momento en que saltaron al agua; solo le interesaba su familia.
-Agárrate bien, Alim. Rafiq, Sahira, no os alejéis de mí.
-Padre…
-Qué pasa, Alim… —contestó intentando mantener la calma.
-¿Dónde está madre?
Pronunció las primeras palabras de la frase con un gemido.
-Está, está… Ha ido con los dioses del mar, Alim.
-¿Estará bien?
-Sí, sí… Estará bien —respondió casi sin voz—. Ahora hay que ir a buscarla. Tienes que agarrarte a mí con fuerza, estar callado y dejar que os guíe.
Sahira le dio un beso a su hermano pequeño. Rafiq permaneció en silencio.
A pesar de encontrarse extenuados, resolvieron nadar hacia donde parecía haberse dirigido el helicóptero. Los sonidos a su alrededor les dieron a entender que el resto de ocupantes de la barcaza había tomado la misma iniciativa.
Avanzaron en medio del rumor que las extremidades provocaban al contacto con el agua. Era intenso al principio, aunque fue perdiendo fuerza. Ya solo se escuchaban las brazadas del padre, que intentaba no dejar atrás a sus hijos; los movimientos de Sahira, que cada vez sonaban más tímidos, y los golpes de Rafiq sobre el agua mientras murmuraba que ahí se acababa todo.
Alim también sufría el rigor de la situación. De esa manera, los ojos comenzaron a cerrarse mientras el sonido de sus familiares nadando se perdía como un eco lejano. Era como aquellas noches de bombardeo, cuando madre les urgía a tirarse al suelo, apagar todas las luces y no hacer ningún movimiento. Y la oscuridad era todavía más intensa que entonces. Sin embargo, no notaba su espalda contra el piso, no estaba apoyado sobre una superficie dura; todo lo contrario. Se sentía a gusto, como si flotara. Tampoco escuchaba ninguna sirena dando la señal de alarma. Movió los brazos, era muy extraño. Debía encontrarse sumergido porque todos sus sentidos así se lo indicaban. Menos la vista: estaba igual de ciego que Polifemo.
Un pequeño punto, como los luceros que había observado con su padre, y que aparentaba estar a la misma distancia, surgió de repente para cambiar ese estado. Iba viéndose más grande según progresaba hacia el niño y todo se iluminaba del mismo modo que cuando el sol va apareciendo por la mañana. Al mismo tiempo, cambiaba su aspecto de círculo a silueta. Cuando la tuvo cerca, observó cómo la figura vestía una pieza larga y de un blanco casi transparente donde los brazos quedaban al descubierto. Permanecía estática, siendo el único movimiento visible el de algunos pliegues del vestido que se elevaban o desplegaban hacia los lados con el efecto de las corrientes submarinas. Culminaba la imagen una diadema de coral rojo, la cual intentaba poner cierto orden en una melena rubia que flotaba alrededor de la cara. Unos iris del azul que une cielo y mar en el horizonte destacaban en un rostro casi tan pálido como su vestimenta. Se trasladaba a pesar de no mover sus pies descalzos. Ni siquiera padre hubiera sido capaz de recrear a quien tenía delante cuando le contaba una de sus historias.
La oscuridad había desaparecido al completo del fondo del mar, si bien ese hecho no supuso que dejasen de ser las dos únicas criaturas presentes. Más allá de las algas, que se mecían suavemente en algunas rocas, no se percibía nada sobre el tono claro de la arena.
-Bienvenido, Alim.
La voz resonó en la cabeza del niño cuando la mujer se colocó frente a él. Sonaba incluso mejor que oír cantar a Sahira.
-Hola.
Contestó sin ni siquiera pensarlo. Tan solo mirándole. Él tampoco había movido los labios, pero escuchó las palabras que se habían intercambiado como si estuvieran hablando en la superficie.
-¿No tienes miedo?
-No.
-¿Por qué?
-Sé quién eres. No me vas a hacer daño.
-Dime entonces, ¿quién soy?
-Una nereida.
Al chiquillo le pareció ver que los labios se curvaban en un gesto casi imperceptible. Si le hubiesen preguntado, diría que aquel rostro de escultura había sonreído.
-¿Y cómo lo sabes?
-Porque la gente no puede estar debajo del agua, tiene que ser por algo mágico, y padre me ha hablado de vosotras. Me dijo que vivís en el mar.
-Tu padre parece un hombre muy listo.
-Era profesor; sabe un montón de cosas.
-Te habla de nosotras.
-Y de Zeus, y de Poseidón, y de los héroes…
-Veo que nos conoces bien.
Ahora era él quien mostraba alegría. Por fin podía ver alguno de esos prodigios que padre le había explicado tantas veces. El viaje había merecido la pena.
-Debes de quererle mucho.
-Sí.
-Entonces, ¿por qué estás solo?
-Venía en un bote con él, madre y mis hermanos, pero se hundió y tuvimos que salir nadando. Yo iba subido en padre, pero me quedé dormido.
-¿Y ahora no sabes dónde están?
-Madre está con los dioses del mar.
-Así es.
Mostrando una absoluta felicidad, agitó los puños. Aunque pronto varió el gesto.
-Pero no sé nada de padre, Sahira y Rafiq.
-¿Eso no te preocupa?
-Seguro que vosotras podéis ayudarles —contestó esperanzado.
-Eres un chico muy inteligente. Ya nos hemos ocupado de eso.
Fue una reacción instintiva; se arrojó hacia ella para agarrarle en un abrazo mucho mayor que los que daba a sus padres al despertarles por la mañana, pero le detuvo con la mano. Su expresión volvió a ser imperturbable.
-Yo soy Menipe.
-¿Y cómo sabías mi nombre?
-Tú lo has dicho, somos capaces de muchas cosas. Conocemos todo lo que ocurre aquí.
-Entonces… ¿sabías lo de nuestra barca?
-Por supuesto.
-¿Y por qué no os vimos antes? —protestó frunciendo el ceño
-Sabrás que no podemos intervenir en todos los asuntos de los mortales.
-Ya… —contestó variando el gesto hacia uno comprensivo.
Permanecieron en silencio. La luz seguía llenando el fondo del mar, que se mantenía en una calma absoluta.
-Pero hay ciertos casos… como tú, Alim.
-¿Yo? —respondió con asombro.
-Como sabes, nuestra ayuda solo se produce en asuntos excepcionales.
El pequeño evocó los relatos de su padre. No respondió.
-¿No dices nada?
-¿Por qué?
-Eres un héroe en busca de destino. ¿No te basta?
No se lo creía; él ayudado por las ninfas. Si pudiera contárselo a padre…
Todavía tembloroso, contestó:
-¿Qué, qué, qué vamos a hacer?
Apartando el cabello que tenía delante de la cara, Menipe dejó al descubierto sus facciones. Alim volvió a maravillarse, ahora sí había tallado un gesto de felicidad.
Levantó el brazo derecho con delicadeza y apuntó hacia lo lejos, donde el entorno azulado comenzaba a oscurecerse. De la misma forma que llegó ella, pero sin estar acompañado de luz, un punto de color indefinido se aproximaba. Era un delfín que disminuyó el ritmo hasta parar y colocarse en medio de ambos.
-Es un amigo. Nos ayudará.
Alim estiró el brazo y lo acarició. El animal respondió agitando la cabeza y emitiendo varios chasquidos de alegría.
-Él te llevará a nuestro hogar.
Seguía sin creérselo. Iba a conocer los dominios de las leyendas, puede que hasta descubrir algunos de sus secretos. Incapaz de hablar por la excitación, movió la cabeza para dar a entender que lo había comprendido todo.
-Toma, póntelo.
Le entregó unas bridas y una sujeción para que se mantuviera estable. Nervioso, el niño tardó mucho en colocárselas, pero acabó logrando su objetivo. Se agarró a la aleta dorsal y desvió la vista a un lado mirando hacia ella.
Intentando ofrecerle tranquilidad, colocó una mano sobre su espalda y la movió suavemente. El pequeño se relajó, volviendo a poner su atención en lo que le explicaba.
-Te llevará con nosotras. Tardará. Solo hay una condición.
-Sí, sí.
-Durante el viaje tendrás que tener los ojos cerrados. Aunque confío en ti, estoy obligada a asegurarme, sino me castigarán.
Cogió uno de los pliegues vacilantes del vestido y lo rasgó con ambas manos. Se aseguró de que tuviera un grosor considerable para que no pudiera verse nada a través de él. Cuando tuvo la pieza preparada, se la dio a Alim.
-Tienes que anudarlo frente a los ojos. Recuerda no quitártelo. Si lo haces, también recibirás un castigo —destacó con su primer gesto serio.
Atemorizado, Alim trató de seguir esas instrucciones a toda prisa, pero ella le detuvo.
-Tranquilo, no tienes por qué tener miedo, tan solo recuerda mis palabras. Conocerás a mis hermanas cuando llegues allí.
El niño seguía preso de la excitación. Sin embargo, no pudo evitar que un pensamiento le volviese a la cabeza.
-Menipe.
-Dime, Alim.
-¿De verdad que mi familia está bien?
Volvió a frotar su mano contra la espalda antes de contestarle.
-Ellos están a salvo, Alim.
-¿De verdad?
-Te lo prometo. Ya tienen otra barca.
-¿Sí?
-Sí.
El rostro del pequeño brilló tanto como lo hacía el suelo marino. Era lo único que necesitaba oír en aquel momento. Ató con fuerza la tela delante de sus ojos y se agarró al delfín. Iba a decir adiós, pero le pudo la inquietud. Sin retirarse el improvisado antifaz, formuló la pregunta que, desde el momento en que supo hacia dónde se dirigía, le comía por dentro:
-Menipe.
-¿Sí, Alim? Dime.
-¿Veremos al Kraken?
-Claro, Alim. Claro.
Alim mantuvo los dedos rozando la superficie. Sus padres, su hermana y su hermano estaban sentados. Mientras madre permanecía con la vista perdida, Sahira tenía las rodillas pegadas al pecho y la cabeza reposando sobre ellas. Rafiq oteaba el horizonte buscando tierra. Tan solo padre le observaba para, en cuanto se cruzaron sus miradas, hacerle un gesto complaciente.
-Padre, ¿cuándo...?
-Todavía no, hijo. Todavía no.
Pocos días antes, Alim estaba a punto de dormir. Acababan de contarle una historia. Era su momento favorito de las noches por mucho que lo siguiente, durante bastante tiempo, hubiera sido quedarse a oscuras con el miedo de oír silbar las balas en la calle. Padre siempre había hecho eso con él, incluso tras salir de casa para trasladarse a otra zona de Damasco, incluso cuando recibió amenazas por enseñar «herejías» y, junto a su madre, tuvo que abandonar la universidad. Hoy había tocado el viaje de Jasón y los argonautas.
-¿Te ha gustado?
-Sí, padre, mucho. ¿Padre?
-Dime, Alim.
El pequeño le miró fijamente a los ojos.
-Si tuviésemos el vellocino de oro, ¿se acabaría la guerra?
Con una sonrisa en la cara, donde sobresalía una barba descuidada, respondió mientras jugueteaba con el pelo moreno de su retoño.
-Quizá, hijo mío. Quizá.
Incorporándose sobre el camastro de la tienda que hacía de hogar en el campo de refugiados, agarró al progenitor por la solapa del traje roído que llevaba semanas siendo su única vestimenta y le imperó:
-¡¡Vamos a buscarlo, padre; vamos a buscarlo!! Y ya no habrá guerra ni señores de negro, y volveremos a casa...
Girando con suavidad la cabeza para dar a entender que eso no era posible, le hizo tumbarse de nuevo.
-Ven, escucha.
El niño calló y le miró atento.
-Vamos a hacer un viaje, como Jasón.
-¿Dónde, padre?
El brillo de sus ojos reflejó tanto miedo como esperanza.
-A Grecia.
Se puso de pie cantando y saltando. Todas las historias ocurrían allí: Hércules, Perseo, el minotauro...
-Para, para, muchacho —le dijo riendo y llevándose el dedo índice a la boca para pedir silencio.
-Padre, ¿veremos el monte Olimpo?
-Primero vamos a llegar allí —respondió con ternura.
-Sí, padre, sí. ¿Padre?
-Cuéntame.
-¿Cómo iremos a Grecia?
Suspirando, subió más la ligera manta para no dejar al descubierto los brazos del pequeño.
-Hoy te he contado la historia de Jasón. ¿Te acuerdas de Ulises y de su viaje?
-Sí.
-Pues haremos como ellos: navegar.
-Padre, ¿tardaremos tanto como Ulises?
-Ojalá no; será menos tiempo —contestó riéndose—. Buenas noches, Alim.
-Padre…
-Vamos, es hora de irse a dormir, sino despertarás a todo el mundo.
-Solo una cosa.
-Dime entonces.
-¿Veremos al Kraken?
Sabía que ese monstruo nunca existió en la mitología helena, pero el niño adoraba aquella película. Le vino a la memoria cómo chillaba y aplaudía al ver salir del mar a la criatura.
-Mejor si lo hacemos en tierra —dijo tras darle un beso en la mejilla.
Aquello no era la nave Argos ni estaba comandado por Ulises. Su tripulación tampoco la formaban guerreros, sino familias, restos de ellas o personas que lo habían perdido todo para llegar hasta allí. Alim no era consciente de eso, solo tocaba el agua y miraba al frente tratando de ver tierra o alguno de los seres legendarios que antecedían su camino al sueño. El padre se mantenía pensativo deseando que la suerte no fuera esquiva y pudieran continuar juntos el viaje. Ojalá el bote resistiese hasta que, por lo menos, pudieran verles los guardacostas.
Una idea cruzó por la cabeza del pequeño, cansado de que su búsqueda fuera infructuosa.
-¡Padre!
El niño se desplazó hacia él con rostro preocupado.
-Padre, padre, no iremos por Escila y Caribdis, ¿verdad?
-No, Alim; tranquilo —respondió cansado.
Rafiq observó a los dos; nunca le habían parecido bien esas historias para tener al niño engañado. Debería conocer la realidad, no estar distraído de las preocupaciones. Sahira y su madre dormían hombro con hombro en una postura que mezclaba el largo pelo negro de ambas como si fuera una única cabellera.
Alim, inconsciente de la sensación que sus preguntas provocaban en el hermano mayor, planteó una nueva:
-Padre.
-Dime.
-Una vez me contaste la historia de Europa, de cómo la raptó Zeus y de cómo su familia la buscó.
-Sí, Alim.
-Si vamos a Europa... ¿podremos ver a la princesa?
-¡Bah! —respondió Rafiq con aspavientos mientras movía la cabeza con gesto negativo.
Obviando las muecas de desprecio, respondió:
-Esa historia es muy antigua, hijo mío, como todas las que te cuento. No todo eso se mantiene hoy.
La expresión de Rafiq dio a entender lo que pensaba. Ya era hora. Una lágrima asomó en los pequeños ojos oscuros. Sin embargo, conteniendo la tristeza, el chiquillo preguntó de nuevo:
-Padre.
-¿Sí, Alim?
-Tú me dijiste que la princesa Europa era de nuestra tierra.
-Sí, era fenicia. Los fenicios fueron los antiguos sirios.
-¿Tú crees que Europa se alegraría de vernos?
-No lo sé, hijo. No lo sé... —contestó a la vez que Rafiq asentía dejando las muestras de rechazo para coger a su hermano en brazos.
El chapoteo que hasta entonces había provocado el niño al intentar descubrir algo se intensificó cuando los adultos volvieron a utilizar los remos tras un breve descanso. Solo podían confiar en sus fuerzas, y en que estas no les desviaran de su destino, ya que los traficantes habían dejado el motor con el combustible justo para abandonar la frontera marítima de Turquía. Si había suerte, no estarían muy lejos de Lesbos, aunque llevaban bastantes horas sin novedades. Su Ítaca debía esperar. El mar no podía hacerlo.
La monotonía y el cansancio llevaron el sueño a los párpados de Alim. Cómodo y tranquilo en los brazos de su hermano, se dejó llevar por Morfeo sin necesidad de relatos. Cuando despertó tuvo la sensación de que seguía dormido. Todo estaba oscuro, hasta que miró al cielo.
Allí estaban las estrellas y las constelaciones. Padre también se las había explicado muchas veces para acompañar sus cuentos, pero jamás había tenido ocasión de verlas así. La paz del mar destacaba en un entorno donde la única luz, junto a la luna menguante, era la de esos pequeños puntos; los mismos que se reflejaban en la superficie. Sin decir nada, se deslizó hacia el borde de la embarcación y empezó a contar los que recordaba apuntando con su dedo hacia arriba.
-La Osa Mayor, la Osa Menor...
-¿Y cuál es la que tiene al lado? —oyó preguntar a una voz.
-¿El Dragón?
Ni siquiera se giró; sabía que era él. Acariciando a su mujer y a los dos hermanos del niño, que dormían, se arrastró como pudo entre el resto de personas. Los encargados del turno de vigilancia les observaban, pero ambos se pusieron a recordar como si la incertidumbre no dominase su destino. Parecía que se hubieran unido a la eternidad de aquellos dioses cuando apuntaban al cielo, se miraban, reían y hacían gestos tratando de dibujar con sus manos las mismas figuras que otros habían imaginado siglos antes... puede que en otra noche igual de pacífica y bella. Cayeron dormidos y soñaron que aquellas siluetas bajaban para explicarles la vida en los confines del universo.
Una bofetada de luz llegó desde la misma dirección hacia la que habían estado mirando. Apuntaba al bote mientras un sonido mecánico y monótono provocaba los primeros nervios y, con ellos, que el agua se convirtiese en un nuevo tripulante. La madre chillaba sus nombres, Rafiq agarraba a su hermana y padre se aferraba a él con tanta fuerza que le hacía daño. Alim no se daba cuenta de lo que ocurría. Con los ojos totalmente abiertos, miraba al resplandor del cielo como si se manifestase una de las maravillas que llevaba tanto tiempo esperando. Los demás gritaban y levantaban los brazos en una mezcla de júbilo y miedo. Nadie parecía darse cuenta de cómo el agua exigía más espacio y el aire de la balsa se escapaba.
Padre confiaba en los chalecos; todos los llevaban puestos desde que partieron. Eran su única garantía de supervivencia si algo iba mal; pero los chalecos no protegían de los empujones, del miedo ante la posibilidad de que les dejasen morir allí ahora que estaban localizados. El tumulto se hacía con el mando y la luz seguía apuntándoles estática. Entonces se desató la angustia por los días de espera y el horror ante la posibilidad de que hubieran sido en vano. Quienes se lanzaban al agua esperando salvarse arrastraban a los demás en ese camino, se disputaban la salida arañando los rostros de sus compañeros. La supervivencia era cosa de uno mismo.
La madre protegió con su cuerpo a Sahira y Rafiq. Temblando porque no sabía nadar, fue la primera en darse cuenta de lo inútil que era el regalo de los contrabandistas. Asumiendo que solo podía intentar que sobreviviesen sus hijos, les animó a salir diciéndoles que les seguiría, aunque era mentira. Luego fue envuelta por la gigantesca medusa en que se había convertido el bote deshinchado.
El padre no se atrevió a mirar hacia atrás. Sabía que le hubiera sido imposible hacer nada para ayudarla, y que si lo hubiera hecho las vidas de los cuatro habrían estado en peligro. Eso no evitó que también se sintiese hundir, pero estaba Alim, estaban Rafiq y Sahira. Le necesitaban.
Con el niño aferrado a su espalda, buscó a los hermanos. Casi no podía distinguirles en medio de la confusión. Los gritos indicaron hacia dónde dirigirse. Sahira, desconsolada, braceaba llamando a su madre. Rafiq trataba de mantenerse a flote y voceaba sin esperanza intentando obtener una respuesta. Una ligera palmada en el hombro sirvió para que le reconocieran. Ya juntos, dirigieron su mirada al helicóptero.
Allí estaba apuntando sus focos hacia aquel banco de peces humanos que manoteaban, gritaban y trataban de hacerse notar bajo aquella luz que, como una aparición, había surgido en medio de la noche para mantener a Alim hipnotizado. Las hélices levantaban un tenue oleaje que golpeaba sus rostros a la par del viento. El aparato permanecía estático sobre ellos, y como única señal los mantenía en la trayectoria del reflector. Nadie daba indicación alguna, no se escuchaba ningún megáfono sobre el estruendo de los propulsores.
Decenas de voces suplicaron ayuda, preguntaron por un barco sin provocar cambios. Todo había ocurrido en minutos, aunque para ellos era como si hubiesen detenido el reloj con la intención de torturarles, y esperaban con ansia, igual que si hubieran estado toda la vida haciéndolo, una señal de los pilotos.
El padre se desgañitó, agitó los brazos en esfuerzos desesperados por obtener alguna respuesta. Sus hijos flotaban a duras penas y permanecían callados. No variaron su gesto cuando la máquina se marchó tal y como había llegado: de repente, sin dar pistas de lo que iba a hacer.
Tuvo que controlarse para no transmitir su desesperación a los niños. La oscuridad impedía saber hacia dónde dirigirse. Había más náufragos, si bien dejaron de preocuparle desde el momento en que saltaron al agua; solo le interesaba su familia.
-Agárrate bien, Alim. Rafiq, Sahira, no os alejéis de mí.
-Padre…
-Qué pasa, Alim… —contestó intentando mantener la calma.
-¿Dónde está madre?
Pronunció las primeras palabras de la frase con un gemido.
-Está, está… Ha ido con los dioses del mar, Alim.
-¿Estará bien?
-Sí, sí… Estará bien —respondió casi sin voz—. Ahora hay que ir a buscarla. Tienes que agarrarte a mí con fuerza, estar callado y dejar que os guíe.
Sahira le dio un beso a su hermano pequeño. Rafiq permaneció en silencio.
A pesar de encontrarse extenuados, resolvieron nadar hacia donde parecía haberse dirigido el helicóptero. Los sonidos a su alrededor les dieron a entender que el resto de ocupantes de la barcaza había tomado la misma iniciativa.
Avanzaron en medio del rumor que las extremidades provocaban al contacto con el agua. Era intenso al principio, aunque fue perdiendo fuerza. Ya solo se escuchaban las brazadas del padre, que intentaba no dejar atrás a sus hijos; los movimientos de Sahira, que cada vez sonaban más tímidos, y los golpes de Rafiq sobre el agua mientras murmuraba que ahí se acababa todo.
Alim también sufría el rigor de la situación. De esa manera, los ojos comenzaron a cerrarse mientras el sonido de sus familiares nadando se perdía como un eco lejano. Era como aquellas noches de bombardeo, cuando madre les urgía a tirarse al suelo, apagar todas las luces y no hacer ningún movimiento. Y la oscuridad era todavía más intensa que entonces. Sin embargo, no notaba su espalda contra el piso, no estaba apoyado sobre una superficie dura; todo lo contrario. Se sentía a gusto, como si flotara. Tampoco escuchaba ninguna sirena dando la señal de alarma. Movió los brazos, era muy extraño. Debía encontrarse sumergido porque todos sus sentidos así se lo indicaban. Menos la vista: estaba igual de ciego que Polifemo.
Un pequeño punto, como los luceros que había observado con su padre, y que aparentaba estar a la misma distancia, surgió de repente para cambiar ese estado. Iba viéndose más grande según progresaba hacia el niño y todo se iluminaba del mismo modo que cuando el sol va apareciendo por la mañana. Al mismo tiempo, cambiaba su aspecto de círculo a silueta. Cuando la tuvo cerca, observó cómo la figura vestía una pieza larga y de un blanco casi transparente donde los brazos quedaban al descubierto. Permanecía estática, siendo el único movimiento visible el de algunos pliegues del vestido que se elevaban o desplegaban hacia los lados con el efecto de las corrientes submarinas. Culminaba la imagen una diadema de coral rojo, la cual intentaba poner cierto orden en una melena rubia que flotaba alrededor de la cara. Unos iris del azul que une cielo y mar en el horizonte destacaban en un rostro casi tan pálido como su vestimenta. Se trasladaba a pesar de no mover sus pies descalzos. Ni siquiera padre hubiera sido capaz de recrear a quien tenía delante cuando le contaba una de sus historias.
La oscuridad había desaparecido al completo del fondo del mar, si bien ese hecho no supuso que dejasen de ser las dos únicas criaturas presentes. Más allá de las algas, que se mecían suavemente en algunas rocas, no se percibía nada sobre el tono claro de la arena.
-Bienvenido, Alim.
La voz resonó en la cabeza del niño cuando la mujer se colocó frente a él. Sonaba incluso mejor que oír cantar a Sahira.
-Hola.
Contestó sin ni siquiera pensarlo. Tan solo mirándole. Él tampoco había movido los labios, pero escuchó las palabras que se habían intercambiado como si estuvieran hablando en la superficie.
-¿No tienes miedo?
-No.
-¿Por qué?
-Sé quién eres. No me vas a hacer daño.
-Dime entonces, ¿quién soy?
-Una nereida.
Al chiquillo le pareció ver que los labios se curvaban en un gesto casi imperceptible. Si le hubiesen preguntado, diría que aquel rostro de escultura había sonreído.
-¿Y cómo lo sabes?
-Porque la gente no puede estar debajo del agua, tiene que ser por algo mágico, y padre me ha hablado de vosotras. Me dijo que vivís en el mar.
-Tu padre parece un hombre muy listo.
-Era profesor; sabe un montón de cosas.
-Te habla de nosotras.
-Y de Zeus, y de Poseidón, y de los héroes…
-Veo que nos conoces bien.
Ahora era él quien mostraba alegría. Por fin podía ver alguno de esos prodigios que padre le había explicado tantas veces. El viaje había merecido la pena.
-Debes de quererle mucho.
-Sí.
-Entonces, ¿por qué estás solo?
-Venía en un bote con él, madre y mis hermanos, pero se hundió y tuvimos que salir nadando. Yo iba subido en padre, pero me quedé dormido.
-¿Y ahora no sabes dónde están?
-Madre está con los dioses del mar.
-Así es.
Mostrando una absoluta felicidad, agitó los puños. Aunque pronto varió el gesto.
-Pero no sé nada de padre, Sahira y Rafiq.
-¿Eso no te preocupa?
-Seguro que vosotras podéis ayudarles —contestó esperanzado.
-Eres un chico muy inteligente. Ya nos hemos ocupado de eso.
Fue una reacción instintiva; se arrojó hacia ella para agarrarle en un abrazo mucho mayor que los que daba a sus padres al despertarles por la mañana, pero le detuvo con la mano. Su expresión volvió a ser imperturbable.
-Yo soy Menipe.
-¿Y cómo sabías mi nombre?
-Tú lo has dicho, somos capaces de muchas cosas. Conocemos todo lo que ocurre aquí.
-Entonces… ¿sabías lo de nuestra barca?
-Por supuesto.
-¿Y por qué no os vimos antes? —protestó frunciendo el ceño
-Sabrás que no podemos intervenir en todos los asuntos de los mortales.
-Ya… —contestó variando el gesto hacia uno comprensivo.
Permanecieron en silencio. La luz seguía llenando el fondo del mar, que se mantenía en una calma absoluta.
-Pero hay ciertos casos… como tú, Alim.
-¿Yo? —respondió con asombro.
-Como sabes, nuestra ayuda solo se produce en asuntos excepcionales.
El pequeño evocó los relatos de su padre. No respondió.
-¿No dices nada?
-¿Por qué?
-Eres un héroe en busca de destino. ¿No te basta?
No se lo creía; él ayudado por las ninfas. Si pudiera contárselo a padre…
Todavía tembloroso, contestó:
-¿Qué, qué, qué vamos a hacer?
Apartando el cabello que tenía delante de la cara, Menipe dejó al descubierto sus facciones. Alim volvió a maravillarse, ahora sí había tallado un gesto de felicidad.
Levantó el brazo derecho con delicadeza y apuntó hacia lo lejos, donde el entorno azulado comenzaba a oscurecerse. De la misma forma que llegó ella, pero sin estar acompañado de luz, un punto de color indefinido se aproximaba. Era un delfín que disminuyó el ritmo hasta parar y colocarse en medio de ambos.
-Es un amigo. Nos ayudará.
Alim estiró el brazo y lo acarició. El animal respondió agitando la cabeza y emitiendo varios chasquidos de alegría.
-Él te llevará a nuestro hogar.
Seguía sin creérselo. Iba a conocer los dominios de las leyendas, puede que hasta descubrir algunos de sus secretos. Incapaz de hablar por la excitación, movió la cabeza para dar a entender que lo había comprendido todo.
-Toma, póntelo.
Le entregó unas bridas y una sujeción para que se mantuviera estable. Nervioso, el niño tardó mucho en colocárselas, pero acabó logrando su objetivo. Se agarró a la aleta dorsal y desvió la vista a un lado mirando hacia ella.
Intentando ofrecerle tranquilidad, colocó una mano sobre su espalda y la movió suavemente. El pequeño se relajó, volviendo a poner su atención en lo que le explicaba.
-Te llevará con nosotras. Tardará. Solo hay una condición.
-Sí, sí.
-Durante el viaje tendrás que tener los ojos cerrados. Aunque confío en ti, estoy obligada a asegurarme, sino me castigarán.
Cogió uno de los pliegues vacilantes del vestido y lo rasgó con ambas manos. Se aseguró de que tuviera un grosor considerable para que no pudiera verse nada a través de él. Cuando tuvo la pieza preparada, se la dio a Alim.
-Tienes que anudarlo frente a los ojos. Recuerda no quitártelo. Si lo haces, también recibirás un castigo —destacó con su primer gesto serio.
Atemorizado, Alim trató de seguir esas instrucciones a toda prisa, pero ella le detuvo.
-Tranquilo, no tienes por qué tener miedo, tan solo recuerda mis palabras. Conocerás a mis hermanas cuando llegues allí.
El niño seguía preso de la excitación. Sin embargo, no pudo evitar que un pensamiento le volviese a la cabeza.
-Menipe.
-Dime, Alim.
-¿De verdad que mi familia está bien?
Volvió a frotar su mano contra la espalda antes de contestarle.
-Ellos están a salvo, Alim.
-¿De verdad?
-Te lo prometo. Ya tienen otra barca.
-¿Sí?
-Sí.
El rostro del pequeño brilló tanto como lo hacía el suelo marino. Era lo único que necesitaba oír en aquel momento. Ató con fuerza la tela delante de sus ojos y se agarró al delfín. Iba a decir adiós, pero le pudo la inquietud. Sin retirarse el improvisado antifaz, formuló la pregunta que, desde el momento en que supo hacia dónde se dirigía, le comía por dentro:
-Menipe.
-¿Sí, Alim? Dime.
-¿Veremos al Kraken?
-Claro, Alim. Claro.