El monte Gurugú es el infierno
Texto por Telmo Iragorri. Fotos por Pablo González Cebrián. Publicado en el número 3 (julio 2014).
“El monte Gurugú es el infierno, es el infierno”, recuerda Fofana con la mirada perdida sentado frente al CETI, Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes. Fofana se había acercado para hablar con nosotros unos minutos antes. Lo que no sabíamos era que él quería utilizarnos para entregar tres tarjetas SIM de teléfono a su amigo Abou, que espera su momento desde hace meses para entrar en España al otro lado de la valla, en el monte Gurugú, Marruecos.
La noche del 18 de marzo de 2014, Fofana y Abou se dirigieron hacia la valla que separa África de Europa. La policía marroquí les gritó diciéndoles que volviesen al Gurugú, pero ellos tenían claro su objetivo. Cuando lograron llegar a la valla, saltarla no fue fácil. La frontera se compone de tres verjas de seis metros cada una y las concertinas intentan quitar las ganas de aquel que se acerca a ella. Pero no cumplen esa función, ni siquiera unas cuchillas afiladas borran de su cabeza los deseos de cruzar esa barrera. Esa noche Fofana consiguió entrar en Melilla; Abou no tuvo tanta suerte como su amigo.
Estamos con Fofana en el CETI, que se encuentra frente a la valla, y al fondo podemos ver el monte Gurugú. Es un lugar paradójico. Enfrente del CETI, a tan solo veinte metros, hay dos campos de golf rodeados por la frontera. “Mi amigo Abou tiene un móvil allí, llamadlo y él os dirá cómo encontraros. Os guiará en la subida al monte”, nos dice Fofana. Lo llamamos y nos dice que nos espera en el paso fronterizo de Beni Ensar. Nos preguntamos si es un lugar seguro para nuestro encuentro.
La noche del 18 de marzo de 2014, Fofana y Abou se dirigieron hacia la valla que separa África de Europa. La policía marroquí les gritó diciéndoles que volviesen al Gurugú, pero ellos tenían claro su objetivo. Cuando lograron llegar a la valla, saltarla no fue fácil. La frontera se compone de tres verjas de seis metros cada una y las concertinas intentan quitar las ganas de aquel que se acerca a ella. Pero no cumplen esa función, ni siquiera unas cuchillas afiladas borran de su cabeza los deseos de cruzar esa barrera. Esa noche Fofana consiguió entrar en Melilla; Abou no tuvo tanta suerte como su amigo.
Estamos con Fofana en el CETI, que se encuentra frente a la valla, y al fondo podemos ver el monte Gurugú. Es un lugar paradójico. Enfrente del CETI, a tan solo veinte metros, hay dos campos de golf rodeados por la frontera. “Mi amigo Abou tiene un móvil allí, llamadlo y él os dirá cómo encontraros. Os guiará en la subida al monte”, nos dice Fofana. Lo llamamos y nos dice que nos espera en el paso fronterizo de Beni Ensar. Nos preguntamos si es un lugar seguro para nuestro encuentro.
"'Casi todas las noches sube la policía marroquí y nos quema la comida',
nos dice un chico que se acerca a nosotros"
Al día siguiente cruzamos la frontera a pie, sin saltarla y con nuestro pasaporte en la mano. El paso fronterizo estaba lleno de policías, de taxistas, de gente intentado venderte cualquier cosa. Nosotros estábamos allí parados, esperando una llamada. Nos daba la sensación de que éramos los únicos que esperábamos algo. Tras dos horas de espera conseguimos hablar con Abou. Estaba escondido en un callejón bajo un jersey negro de capucha. Nos dice que lo sigamos, pero a cien metros de distancia, por seguridad. Aquí empezamos el camino de subida al monte Gurugú. Cualquier gesto que Abou hacía nos parecía una señal hacia alguien externo, pero simplemente eran nuestras paranoias. Entramos en un barrio de las afueras a los pies del monte y cada vez que Abou doblaba una esquina nos miraba confirmando que lo veíamos doblar el callejón, hasta que por fin vemos que entra en una casa abandonada donde unos amigos suyos lo esperaban. Sin pensárnoslo dos veces seguimos andando hasta entrar en esa casa. Le dimos la mano por primera vez y le sonreímos. Su sonrisa de respuesta nos confirma su confianza y ahí comenzamos la subida al Gurugú.
Caminábamos detrás de Abou, subiendo entre rocas llenas de plásticos de los distintos campamentos del Gurugú. Nos dimos cuenta de que los subsaharianos no son bien recibidos por los marroquíes que habitan el monte cuando nos empezaron a lanzar piedras. “Siempre nos tratan igual, no os preocupéis”, nos dice Abou. Seguimos subiendo con el sol como testigo constante hasta que pasamos por el campamento camerunés. “Estos son los que ayer intentaron pasar la frontera y fracasaron”, nos comenta Abou. Vemos en sus caras gestos de resignación y heridas en sus cuerpos. Nos limitamos a saludar y ellos nos responden con una sonrisa sacada de las pocas fuerzas que les quedan después de lo vivido un día antes. Pensamos en los momentos previos en el Gurugú antes de dar el salto, en el nerviosismo que se puede generar. En quien decide saltar, en quien decide quedarse. Pero nos damos cuenta de que lo más duro debe ser ver llegar de nuevo al monte a aquellos que no lo han conseguido. Llenos de heridas, de caras de frustración, de impotencia.
Entramos en el bosque, un bosque en el que cientos de malienses esperan su momento. Caminamos entre los árboles con las miradas clavadas de todos los allí presentes. Éramos los nuevos. Dos blancos con cámara al hombro entrando en tierra hostil. Nos pusimos a saludar con una sonrisa a todos ante sus miradas de curiosidad.
Caminábamos detrás de Abou, subiendo entre rocas llenas de plásticos de los distintos campamentos del Gurugú. Nos dimos cuenta de que los subsaharianos no son bien recibidos por los marroquíes que habitan el monte cuando nos empezaron a lanzar piedras. “Siempre nos tratan igual, no os preocupéis”, nos dice Abou. Seguimos subiendo con el sol como testigo constante hasta que pasamos por el campamento camerunés. “Estos son los que ayer intentaron pasar la frontera y fracasaron”, nos comenta Abou. Vemos en sus caras gestos de resignación y heridas en sus cuerpos. Nos limitamos a saludar y ellos nos responden con una sonrisa sacada de las pocas fuerzas que les quedan después de lo vivido un día antes. Pensamos en los momentos previos en el Gurugú antes de dar el salto, en el nerviosismo que se puede generar. En quien decide saltar, en quien decide quedarse. Pero nos damos cuenta de que lo más duro debe ser ver llegar de nuevo al monte a aquellos que no lo han conseguido. Llenos de heridas, de caras de frustración, de impotencia.
Entramos en el bosque, un bosque en el que cientos de malienses esperan su momento. Caminamos entre los árboles con las miradas clavadas de todos los allí presentes. Éramos los nuevos. Dos blancos con cámara al hombro entrando en tierra hostil. Nos pusimos a saludar con una sonrisa a todos ante sus miradas de curiosidad.
"No somos ladrones ni mala gente, solo queremos vivir en mejores
condiciones. Solo queremos una oportunidad"
“Este es mi gueto”, nos dice Abou intentando que nos sintiéramos cómodos. Me senté a su lado y le di las tres tarjetas SIM de teléfono que un día antes nos había entregado Fofana. Nos dio las gracias y nos dijo que grabáramos lo que quisiéramos, pero lo que queríamos era enseñarle la entrevista que habíamos hecho a Fofana al otro lado de la verja, a tan solo diez kilómetros de distancia. Abou coge la cámara y sin quitar la vista de la pantalla se echa la mano a la frente. “Está más gordito, tiene mejor color”, me dice. Nos empiezan a rodear amigos suyos curiosos por ver a Fofana. Se miran entre ellos y se ríen. Sin quitar la mirada de la pantalla Abou me dice “Hay que ser fuertes, rezar a Dios y saltar esa valla. España es mejor”. No íbamos a ser nosotros quien le quitara la idea de la cabeza de que España no es un país como él se piensa. La gente se empieza a acumular alrededor de la cámara viendo la entrevista de quien durante dos años fue compañero en ese monte. Todos quieren estar con Fofana, a ese lado de la valla.
Los subsaharianos esperan su momento jugando al fútbol, a las cartas e incluso se han fabricado un ajedrez con tapones de botella. “Casi todas las mañanas sube la policía marroquí y nos quema la comida”, nos dice un chico que se acerca a nosotros. “He cruzado la valla dos veces, he pisado suelo español y siempre me acaban devolviendo a Marruecos. No soy feliz, no soy feliz, no soy feliz, no soy feliz…”, repite hasta cuatro veces con la mirada perdida y con un tono de voz cada vez más bajo. Nos pregunta por qué la Guardia Civil le ha devuelto cada vez que ha entrado a España y no sabemos qué contestarle.
Otro chico se acerca y me pide que le fotografíe junto a unos amigos. “Tengo quince años y llevo una semana aquí viviendo. En un año intentaré saltar”. Me da la sensación de que tiene que mentalizarse para el salto. Mentalizarse a bajar el monte y cruzarse con la policía marroquí, saltar tres vallas, escaparse de una concertina, correr hacia cualquier lugar sorteando a la Guardia Civil y llegar al CETI sin saber exactamente dónde se encuentra. Todo por una vida mejor, por un golpe de suerte que dignifique su existencia. “Todos tenemos muchas vidas, y esta que estoy viviendo es la peor de las mías”.
Los subsaharianos esperan su momento jugando al fútbol, a las cartas e incluso se han fabricado un ajedrez con tapones de botella. “Casi todas las mañanas sube la policía marroquí y nos quema la comida”, nos dice un chico que se acerca a nosotros. “He cruzado la valla dos veces, he pisado suelo español y siempre me acaban devolviendo a Marruecos. No soy feliz, no soy feliz, no soy feliz, no soy feliz…”, repite hasta cuatro veces con la mirada perdida y con un tono de voz cada vez más bajo. Nos pregunta por qué la Guardia Civil le ha devuelto cada vez que ha entrado a España y no sabemos qué contestarle.
Otro chico se acerca y me pide que le fotografíe junto a unos amigos. “Tengo quince años y llevo una semana aquí viviendo. En un año intentaré saltar”. Me da la sensación de que tiene que mentalizarse para el salto. Mentalizarse a bajar el monte y cruzarse con la policía marroquí, saltar tres vallas, escaparse de una concertina, correr hacia cualquier lugar sorteando a la Guardia Civil y llegar al CETI sin saber exactamente dónde se encuentra. Todo por una vida mejor, por un golpe de suerte que dignifique su existencia. “Todos tenemos muchas vidas, y esta que estoy viviendo es la peor de las mías”.
"Hace menos de un mes intentó volver a cruzar la frontera sin éxito. Según nos ha contado, la policía marroquí lo cogió, lo subió a un camión y lo soltó por las calles de Rabat"
Se hace de noche en el monte y el campamento empieza a iluminarse de hogueras que utilizan para cocinar lo poco que tienen. Un subsahariano nos cuenta que por las noches bajan al pueblo a rebuscar en las basuras y que hay gente del pueblo que les da sacos llenos de patas de gallo, que cocinan. “¿Serías capaz de comer algo así todos los días?”, me preguntan enseñándome una de esas patas de gallo en la mano. “Creo que nunca he probado una”, contesto con franqueza. “Pues esto es lo que comemos prácticamente todos los días. Este monte te hace volverte un loco, y un ser humano no debería estar viviendo en estas circunstancias. No somos ladrones ni mala gente, solo queremos vivir en mejores condiciones. Solo queremos una oportunidad”.
Se hace de noche y nos despedimos del campamento maliense. Empezamos a bajar el monte en silencio, con Abou haciendo de guía. Íbamos pensando lo que dejábamos atrás. Ni siquiera las piedras que nos volvieron a lanzar los marroquíes que habitan las faldas del monte nos llamaron la atención. Al llegar a la carretera, Abou se despide de nosotros con un abrazo, y le deseamos la mejor de las suertes.
Al día siguiente volvemos a la frontera, con el pasaporte en la mano y sin ningún rasguño en nuestro cuerpo. En media hora estamos en ese pedacito de España de apenas doce kilómetros cuadrados en territorio africano llamada Ciudad Autónoma de Melilla que te recuerda cada pocos metros dónde estás con banderas siempre impolutas.
Hace diez días volvimos a hablar con Fofana. “La vida aquí no es fácil”, nos decía desde Bilbao. Abou, por otro lado, sigue sin tener la suerte que le deseamos. Hace menos de un mes intentó volver a cruzar la frontera sin éxito. Según nos ha contado, la policía marroquí lo cogió, lo subió a un camión y lo soltó por las calles de Rabat. Allí está intentando volver al monte que le da la esperanza de un futuro mejor. De un futuro que no llega porque las expectativas marcadas están por encima de lo que realmente son.
Se hace de noche y nos despedimos del campamento maliense. Empezamos a bajar el monte en silencio, con Abou haciendo de guía. Íbamos pensando lo que dejábamos atrás. Ni siquiera las piedras que nos volvieron a lanzar los marroquíes que habitan las faldas del monte nos llamaron la atención. Al llegar a la carretera, Abou se despide de nosotros con un abrazo, y le deseamos la mejor de las suertes.
Al día siguiente volvemos a la frontera, con el pasaporte en la mano y sin ningún rasguño en nuestro cuerpo. En media hora estamos en ese pedacito de España de apenas doce kilómetros cuadrados en territorio africano llamada Ciudad Autónoma de Melilla que te recuerda cada pocos metros dónde estás con banderas siempre impolutas.
Hace diez días volvimos a hablar con Fofana. “La vida aquí no es fácil”, nos decía desde Bilbao. Abou, por otro lado, sigue sin tener la suerte que le deseamos. Hace menos de un mes intentó volver a cruzar la frontera sin éxito. Según nos ha contado, la policía marroquí lo cogió, lo subió a un camión y lo soltó por las calles de Rabat. Allí está intentando volver al monte que le da la esperanza de un futuro mejor. De un futuro que no llega porque las expectativas marcadas están por encima de lo que realmente son.
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