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El imposible top 5 de Aretha

Texto por Lutxo Pérez. Publicado en el número 11  (diciembre 2018).
#01 I Never Loved A Man (The Way I Love You)

«Entró por la puerta y tenía una especie de aura alrededor. Pensé: “Esta chica es especial”. (…) Ella caminó hasta el piano, se sentó y tocó un acorde desconocido. Nadie nos había dicho lo que estábamos a punto de grabar».
Dan Penn, compositor y productor

«No esperabas que fueran tan funkys ni tan grasientos como realmente eran».
Aretha Franklin sobre los músicos de Muscle Shoals Rhythm Section
Aretha Franklin llegó a los estudios FAME de Muscle Shoals, Alabama, una mañana de enero de 1967. Alguien la había puesto sobre aviso: «Hay unos gatos allí que son realmente grasientos; te va a encantar»(1). Aretha tenía solo veinticinco años, pero ya parecía que llevara una eternidad cantando y tocando el piano. Tenía a sus espaldas nueve álbumes, un contrato discográfico que solo le había proporcionado frustraciones y el inmenso vacío artístico de no saber realmente quién era. Aretha era ya una veterana para la industria, una artista con docenas de grabaciones deliciosas en su historial y que, sin embargo, no había conocido la fama ni había encontrado su blues. Por eso, esta escena debe visualizarse tras el halo de magia que recubre las fechas históricas. Una muchacha negra entró en unos modestos estudios de grabación del muy racista sur de Estados Unidos y se dio de bruces contra su destino. Entró muchacha y salió diva, reina, diosa del soul. Y no me entiendan mal. Este artículo no pretende explicar la vida de la artista como el que cuenta la vida de un santo. No hay ni un ápice de hagiografía en el relato de Aretha Franklin sentándose al piano de los estudios FAME y cambiando el destino del soul. Que la cantante y pianista fuera una mujer negra, criada en el norte de Estados Unidos y encontrara su camino artístico en el sur del país y en una sala llena de músicos blancos solo es un giro irónico para mayor gloria de esta escena. Pero no hay nada hiperbólico en el relato ni en su connotación histórica. Fue un «punto de inflexión», explicó la protagonista años después; un «hito» para su carrera y para la música popular. No es una afirmación exagerada, sino una lectura real de la carrera de una mujer que, como todas las damas del blues, había peleado muy duro para ganar su reconocimiento.

Aretha Louise Franklin había nacido en Memphis, en el sureño estado de Tennesse, pero se crió en Detroit, donde su familia se estableció cuando ella tenía cinco años. Su padre era un pastor baptista reconocido por su fogosa oratoria, capaz de dar aliento al desconsolado, llenar las arcas familiares y llamar la atención de sus coetáneos más célebres; Martin Luther King, entre ellos. Como muchas otras cantantes de su generación, Aretha empezó entonando góspel en la iglesia y a los doce años comenzó a girar por otros centros religiosos del país como parte de la Gospel Caravan. A esa misma edad tuvo su primer hijo y el segundo, solo dos años después. Cada uno de padres diferentes. La muchacha tuvo un intenso recorrido vital desde edades muy tempranas y, por el camino, muchas penas que expiar. Sus padres se habían separado cuando tenía seis años y su madre murió a sus nueve. Tras el nacimiento de su segundo hijo, grabó su primera colección de canciones -editada años más tarde como Songs Of Faith- y con dieciséis viajó a California, donde conoció a Sam Cooke. Cumplida la mayoría de edad, la muchacha confesó a su padre su deseo de abandonar el góspel y seguir los pasos de aquel cantante que tanto le había fascinado. Un año después firmó su primer contrato discográfico. Tras un lastimoso paso por Columbia Records, donde militó más de un lustro, Aretha recaló en Atlantic Records. Recién llegada a su nueva casa discográfica, el capo Jerry Wexler la puso rumbo al sur, al pequeño estudio de Muscle Shoals donde Wilson Pickett había grabado la abrasiva Land Of A Thousand Dances.

En aquellos días, FAME todavía conservaba la bonita costumbre de confeccionar la partitura in situ. El artista de turno aparecía por la puerta sin preparación ninguna, sin conocer siquiera a los músicos, solo con una canción escrita en una hoja de papel. Aretha llegó a Muscle Shoals y tocó un «acorde desconocido» al piano. Traía bajo el brazo I Never Loved A Man (The Way I Love You). Los músicos no tenían ni idea de quién llegaba ni qué tendrían que grabar. Podría haber entrado cualquier músico de country o cualquier otra figura de la factoría Atlantic. Pero apareció aquella chica con aquella composición tan aparentemente falta de chispa. «¿En serio vamos a grabar esto?», se dijeron los instrumentistas entre miradas. Aretha tenía una canción y ellos no sabían qué hacer con ella. La indecisión de los instrumentistas no tardó en provocar tensiones entre los presentes. Estaban allí los músicos, con la inspiración atorada, y la estrella, que miraba al techo; el jefe del estudio, que metía prisa; el jefe de la disquera, que resoplaba. Hasta que el teclista Spooner Oldham, sentado frente al piano eléctrico Wurlitzer, dio con aquel arreglo maravilloso y empezó a sacar de su instrumento la «grasa» que Aretha había ido buscando. La banda y la propia Aretha se aferraron a esas notas como si fueran uno de esos trenes que pasa solo una vez en la vida y, una vez subidos en esa locomotora, completaron el tema a vuelapluma, en menos de veinte minutos. El resultado se convirtió en uno de los «aquí te pillo, aquí te mato» más célebres y exitosos de la música moderna.

I Never Loved A Man (The Way I Love You) fue un éxito inmediato. El single escaló al top 10 de los superventas estadounidenses y despachó más de un millón de copias. Por primera vez en su carrera, Aretha superó esta barrera millonaria, hito indispensable para toda figura que se precie en la darwiniana industria del disco norteamericana. La magia entre Aretha y los estudios FAME, sin embargo, se detuvo ahí. La artista tenía planeada toda una semana de grabaciones en Muscle Shoals, pero una discusión ebria entre uno de los vientos y Ted White, entonces marido de Aretha, voló todo por los aires. Lo que había comenzado como un divertido idilio entre White, el trompetista y una botella de vodka, acabó con el primero intentando tirar al dueño de los estudios FAME por el balcón de la habitación de hotel en la que se alojaba el matrimonio Franklin. Estos tomaron el vuelo de vuelta al día siguiente y la artista no volvió a poner un pie en aquel estudio. Sin embargo, para nadie pasó desapercibido lo que aquellos «gatos grasientos» habían conseguido. Interpretada por una cuadrilla de hombres blancos, mayormente sobrios y aparentemente funcionariales, I Never Loved a Man (The Way I Love You) contenía la pátina grasienta de los pegajosos menús de las cafeterías soul food que, a lo largo y ancho de todo el país, regentan empresarios afroamericanos. Los latigazos del bajo, la manera en que la baqueta cae sobre la caja, el piano cavernoso que repite el mismo bucle de notas sudorosas. Esta no solo es una de las más bonitas muestras de soul de todos los tiempos. También, la canción en la que Aretha encontró el camino que tanto tiempo llevaba buscando.

Conscientes de ello, los jefes de Atlantic tardaron solamente diez días en llevar a tres de los músicos de Muscle Shoals a Nueva York. El día de San Valentín de 1967, Aretha Franklin grabó el superéxito Respect acompañada por el baterista Roger Hawkins, el guitarrista Jimmy Johnson y el teclista Spooner Oldham. Ellos y otros músicos blancos de la escena de Muscle Shoal se convertirían en el conjunto con el que Aretha grabaría algunas de sus más célebres temas. Aquel 14 de febrero, lejos de la pantanosa Alabama, Aretha convirtió un temita original de Otis Redding en dinamita política. No solo desproveyó la canción de su melodía y cadencia originales, sino que feminizó el mensaje y cambió por completo el significado de su letra. Imbuidos del zeitgeist de 2018, los obituarios que dieron cuenta del fallecimiento de Franklin el pasado 16 de agosto no han olvidado la reivindicación feminista que escondía su explosivo «R-E-S-P-E-C-T». Sin embargo, en 1967, aquella reivindicación también se entendió en clave de lucha del movimiento negro por los derechos civiles. Respect fue el primer single número uno de la carrera de Aretha y el álbum en que fue incluida -bautizado I Never Loved A Man (The Way I Love You)-, hito absoluto del pop. Sin aquella visita a Muscle Shoals, la carrera de Aretha Franklin no hubiera sido la misma, ya lo hemos dicho. La música popular, tal y como la conocemos, tampoco. 

1: Jerry Wexler said: «You know I got this great little studio down in Mucle Shoals and these cats… these cats are really greasy. You gonna love it»
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#02 One Step Ahead
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Calificar a John Hammond como productor musical es uno de los mayores reduccionismos y falacias que pueden cometerse al trascribir la historia musical del siglo XX. Solo unas notas biográficas al respecto de este personaje: John Hammond era tataranieto de Commodore Vanderbilt, quien, a su muerte en 1871, era de lejos la persona más rica de todo el planeta. Decir que creció entre algodones es un topicazo que, en su caso, se quedaría muy corto. La mansión en la que creció, ubicada en el Upper East Side, era una extravagante residencia inspirada en un château europeo que no reparaba en techos altísimos, escaleras de mármol y, entre otros espacios, un salón de baile lo suficientemente grande como para albergar a 300 invitados. John Hammond nunca fue un productor musical porque tal título le venía demasiado grande para sus conocimientos sobre la materia. Si acaso, se le podría considerar una especie de productor ejecutivo. Incapaz de producir un disco en la expresión más literal del término, pero con dinero suficiente como para pagar la grabación de todos los negros con talento al norte y al sur del río Misisipi. Hammond se dedicó a la música como se podría haber dedicado a construir rascacielos. Sin embargo, que se dejara engatusar por el arte fue una suerte para todos nosotros. Su leyenda cuenta que, en los años posteriores a la Gran Depresión, John era el único blanco entre el público de los clubes de jazz de Harlem. Un niño rico que mentía a sus padres, pasaba de sus clases de violín y tomaba un autobús con destino al barrio de los negros. Por fortuna para todos, insisto, al joven John le dio por la música. En 1933, sufragó la última sesión de grabación de Bessie Smith la «Emperatriz del Blues». Solo cuatro días más tarde, Hammond propició la primera grabación de una desconocida de dieciocho años llamada Billie Holiday, la voz que estaba llamada a convertirse en icono absoluto del jazz.

Sin embargo, grabar las últimas cuatro canciones de Bessie y las dos primeras de Lady Day podría quedar como una simple anécdota ante la descomunal carrera de John Hammond en la industria del disco. En 1961, ya convertido en jefe de los cazatalentos de Columbia, se apuntó otro tanto histórico al alistar a la jovencísima Aretha Franklin a la disciplina del sello. De hecho, según los anales del pop, Hammond fue el «descubridor» de la artista. Con Aretha ya mudada a Nueva York en busca del sueño de convertirse en cantante de soul, Hammond apareció cual genio de la lámpara para hacer sus deseos realidad.

Los siete años y ocho discos de larga duración que comprendió la relación entre Aretha y Columbia han pasado a la historia como uno de los «quiero y no puedo» más incomprensible de la industria del espectáculo. Años después, Hammond se excusó argumentando que Columbia no supo manejar las raíces góspel de Aretha. Lo cierto es que el sello lo intentó de mil maneras y ninguna de ellas funcionó. Sin embargo, mirando de cerca la relación entre el ejecutivo y la artista parece fácil entender algunas de las claves más íntimas de aquel fiasco. Hammond, célebre por controlar hasta el último detalle de sus artistas, nunca comprendió el carácter libre y montaraz de la Franklin, a quien acusó abiertamente de falta de compromiso y profesionalidad. A principios de 1962, el productor le comunicó por carta su negativa a pagarle las ventas de su sencillo I Surrender Dear por «los altos costes de las sesiones de grabación y el hecho de que hayamos sido incapaces de editar otro álbum». La misiva continuaba con un doloroso reproche: «Debo decir que has escogido un mal momento para sufrir problemas de garganta. Ha sido muy difícil encontrarte actuaciones en Nueva York después de que no acudieras a tu primer concierto en el Apollo y de que no aparecieras en tu compromiso en Village Gate. Si no te enderezas pronto, serás una leyenda en el negocio, pero no en el buen sentido». Los entresijos de la relación entre ambos nunca fueron conocidos en su integridad y, tras separar sus caminos, los esfuerzos de ambos por tender puentes y ofrecer una versión más amable de su relación profesional resultaron vanos.

Está claro que John Hammond, además de millonario diletante, fue un genio visionario. No se me ocurre ninguna otra forma para calificar al «productor» que trabajó con Bessie Smith, Billie Holiday y Aretha Franklin. Desgraciadamente, Hammond nunca supo entender la profundidad emocional y vital que acarreaba ser una dama del blues. Respect cantada en la voz de Aretha era importante porque, a un nivel subconsciente, era el grito de guerra que esta estirpe de mujeres llevaba queriendo entonar durante medio siglo. En el «respeto» que pedía Aretha se cuelan los lamentos de todas sus antecesoras. Desde Bessie Smith a Amy Winehouse -pasando por Billie Holiday, Dinah Washington, Nina Simone y Whitney Houston- hay un mismo patrón narrativo que comprende miseria, racismo, explotación…, además de hombres maltratadores que se quedaban con el dinero y pérfidos empresarios de la industria musical. La leyenda del blues cuenta que Bessie Smith se abalanzó sobre un hombre que la había llamado «negra», que recibió una puñalada en la pelea y que, aun así, corrió tras su atacante con el cuchillo todavía clavado en el costado hasta darle caza. Billie Holiday vendía su cuerpo en los clubes de Harlem en los que Hammond la descubrió como cantante y murió con un fajo de billetes atados a la pierna, el dinero que le quedaba y que le aseguraba su siguiente dosis de heroína. Aretha Franklin, que había perdido sus raíces y a su madre antes de llegar a la adolescencia, seguía el sendero que habían abierto aquellas mujeres. Hammond se topó con su voz y descubrió su arte al instante, pero no fue lo suficientemente audaz ni empático para entender lo que realmente tenía entre sus manos. Ahmet Ertegun, fundador de Atlantic Records, explicó que su amigo Hammond «la descubrió, pero él no era realmente un productor. Y la gente que la producía, o quien fuera que estuviera al mando, trabajó sin ser consciente de su grandeza». El problema de aquella relación se puede leer entre las líneas de aquella célebre carta con la rúbrica de Hammond. El productor trataba a sus artistas con displicencia y arrogancia propias de aquellos propietarios de los campos de algodón del sur del país. Hammond vio a Bessie, Billie y Aretha como piezas de un engranaje creativo. Pero ellas eran muchísimo más: almas atormentadas, artistas únicas e irreemplazables, verdaderas damas del blues. Dinah Washington, una de ellas, conoció a Aretha en 1954, cuando la cantante solo tenía doce años. Tras oírla cantar, Washington aseguró al productor Quincy Jones que aquella niña era «la siguiente». Y no se equivocaba. No era un simple producto de éxito, sino la auténtica heredera del trono de aquel linaje de mujeres inigualables.
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Columbia fue una experiencia fallida para Aretha y, sin embargo, podríamos rescatar decenas de canciones de aquella alianza. La One Step Ahead que da nombre a este apartado es una balada preciosa, adornada con las azucaradas y tímidas producciones que Columbia dispuso para la futura reina del soul. Ningún reproche. Aretha lo canta precioso y la marca del sonido Columbia fue sampleada años más tarde por el productor de hip hop Ayatollah en la estupenda Ms Fat Booty de Mos Def, una de las muchas canciones con las que la generación del rap rindió homenaje a la reina del soul. Irónicamente, el disco de 1964 Unforgettable: A Tribute to Dinah Washington recoge el contrapunto funky que Aretha acabó convirtiendo en su seña de identidad. En un disco demasiado poco trabajado, lleno de producciones flojas e insípidas, emerge The Way I Feel This Morning. El órgano empapado en ácido que recorre la canción de principio a fin podría justificar por sí solo los ocho años de desencuentro entre artista y discográfica. Cuesta entender que Hammond y el resto de mandamases no lo vieran entonces, que Aretha tenía el góspel pero que su futuro era soul caliente, grooves que se contonean como un trozo de mantequilla derritiéndose en una sartén.  
#03 Rock Steady

Rock Steady aúna dos décadas de música negra en tan solo tres minutos y pico de metraje. El título y el texto de la canción hacen referencia al baile y género musical de ascendencia soulera que dominó Jamaica durante el año 1967 y principios de 1968; una de las escenas de música negra más prolíficas y primorosas del siglo XX. Pero lo realmente importante de este tema no es si la diva era consciente o no de esta escena que transcurría paralela en las aguas del mar Caribe. Con este rompepistas, la artista no solo se adhirió a la causa funk de James Brown, sino que inconscientemente abrió una puerta al sonido disco que iba a arrasar en las pistas de baile unos años más tarde. Si este artículo se afana en narrar el periplo de Aretha en busca de «sonidos grasientos», Rock Steady se podría entender como el clímax de la aventura. Aquí, ese material viscoso que por definición exuda el funk queda expuesto en toda su crudeza. El single recoge todos los ingredientes: el ritmo trepidante, las referencias sexuales, el baile, el sudor... Y, sin embargo, también hay algo de góspel en su melodía y su línea de bajo.

En una de sus mejores composiciones, Aretha aunó Jamaica, James Brown, el maldito disco y las raíces religiosas del soul. Un pequeño milagro que vino propiciado, todo sea dicho, por el encomiable trabajo de un puñado de hombres buenos. La sesión de grabación de la canción fue, en palabras del productor Arif Mardin, «un sueño hecho realidad». El tema, pulido en los estudios Criteria de Miami, contó con el órgano de Donny Hathaway y la percusión de Dr. John. Palabras mayores.

Rock Steady se editó como single en 1971 y, a principios del año siguiente, fue parte del repertorio del álbum Young, Gifted & Black. Dentro de este elepé también encontramos las excelentes versiones de la canción que le da título -compuesta por la muy peleona Nina Simone- y de The Long And Winding Road. El álbum puede considerarse punto y final de la época dorada de Aretha, aquella que transcurrió entre el viaje a Muscle Shoals y 1972, año de su publicación. El siguiente lanzamiento de Franklin, Hey Now (The Other Side Of The Sky), ya mostraba síntomas del agotamiento de toda una generación de músicos negros. El soul -tal y como lo conocíamos- había muerto, el funk daba paso al disco y todavía faltaban años para que la revolución del hip hop explotara en el sur del Bronx. Aretha fue una de las muchas figuras de la era dorada del soul que se vieron perdidas en ese tránsito y Rock Steady, uno de sus últimos zarpazos. Si les gusta la original, no dejen de escuchar la versión en clave de reggae que interpretaron The Marvels.

#04 Think

Estaría bien tener a mano a un pedagogo o educador para preguntarle a cuántos años de educación reglada corresponde un visionado de The Blues Brothers (John Landis, 1980). Cuántos veranos en el pueblo de paseos en bicicleta y cigarrillos a escondidas equivalen a degustar esta joya del cine que te enseña a odiar a los nazis y a amar el soul, a John Belushi y las gafas Wayfarer. El que está al otro lado del teclado tuvo la inmensa suerte de toparse con esta obra maestra a sus tiernos diez u once años, con la curiosidad disparada y la pasión melómana todavía por desvirgar. La tenía en una cinta de VHS, grabada del Canal+ en versión original, y la vi todas las veces que los niños ven las películas que aman. Su banda sonora fue uno de los primeros CD de mi discoteca adolescente y, aunque disfrutaba mucho de la canción del «I need you, you, you» (que vivió de un pequeño revival en los 90), ahí estaban las magistrales interpretaciones de todos los grandes: Ray Charles, James Brown, Cab Calloway, Aretha…

Una de las cosas agradables que trajo el fallecimiento de esta última es comprobar cuántos amigos la conocieron, como yo, a través de esta película. Si ya la han visto, seguro que no han olvidado la escena. Los hermanos Jake y Elwood pasean su coche por la mítica Mathew Street de Chicago, la calle donde el blues llegó del sur para electrificarse. Desde la acera suena el punteo roto de una guitarra. Allí, una banda interpreta la canción que mejor ha utilizado las onomatopeyas en un texto musical. «Boom, boom, boom, boom». ¿Ven al guitarrista? ¡Es el jodido John Lee Hooker! Y justo a sus espaldas, encontramos la cafetería con el precioso letrero «SOUL FOOD», donde Aretha trabaja como camarera; el cocinero es el legendario guitarrista Matt Murphy y el pinche, el saxofonista tenor Lou Marini. La escena no solo contiene una estupenda interpretación actoral por parte de Aretha en su papel de mujer empoderada. Además, incluye uno de los «mierdas» más bonitos de la historia del cine, cortesía de la mismísima reina del soul. Aretha suelta un shiiiiiit precioso antes de marcarse una tremenda versión de su clásico Think, otro de sus himnos feministas. La cantante, que no estaba acostumbrada a los modos del playback, requirió un número de tomas desproporcionado para completar la escena. Pero el esfuerzo mereció la pena. Verla en esa cafetería, con el pelo cobrizo, desgañitándose cada vez que dice freeeeeedom sigue siendo uno de los mejores momentos del cine musical de todos los tiempos.

The Blues Brothers es una película superior en muchos aspectos. Para empezar, es muy divertida. Al fin y al cabo, los hermanos Blues habían nacido como una broma en el programa Saturday Night Live. Sin embargo, la parodia acabó convirtiéndose en algo muy serio. Se editaron discos, se hicieron conciertos y se filmó este largometraje. En ese sentido, los hermanos Blues fueron pioneros de todas las escenas posteriores del revival del soul, desde otras películas como The Commitments hasta todos los sellos discográficos y grupos que, a día de hoy, tratan de recuperar los sonidos de la época dorada del género. Quiero pensar que esta cinta fue la iniciación para muchos de estos nuevos artistas de soul (muchos de ellos blancos) y que, como yo, la primera vez que vieron a Aretha en televisión fue disfrazada de camarera. Corrían los 80 y la llama de sus años dorados se podía haber apagado, pero la vigencia de su cancionero quemaba tanto como el primer día.

# 05 Two Sides Of Love

Uno de los mejores momentos de la seminal novela Alta fidelidad de Nick Hornby llega cuando Rob, su protagonista, tiene que enfrentarse a la lista definitiva. Una periodista le pregunta por sus cinco temas preferidos de todos los tiempos y Rob palidece. El tipo que comienza su desventura melómano-sentimental con la lista de sus cinco peores rupturas de todos los tiempos es incapaz de articular palabra ante el reto de escoger cinco canciones cuyos títulos se imprimirán en la página de una revista. Los cánones son bonitos hasta que hay que grabarlos en piedra. Es fácil compartir tu lista de cinco canciones que te llevarías a una isla desierta en el pub, borracho con tus amigos, consciente de que tus elecciones serán pasto del olvido cuando llegue la resaca. Sin embargo, articular una lista definitiva que va a ser impresa en un trozo de papel se puede convertir en la peor pesadilla de cualquier avezado amante de la música pop. Por eso, Rob corrige la lista varias veces en el transcurso de la entrevista y, pasados unos días, telefonea a la periodista para cambiar sus elecciones. No obstante, hay un detalle que no debería pasar inadvertido. Rob recompone su canon varias veces, pero, entre las cinco canciones, siempre figura una de Aretha Franklin. Primero elige el clásico Think. «Es aburrida pero funcionará», piensa un Rob absolutamente sobrepasado. Más tarde la cambia por Angel y, finalmente, elige The House That Jack Built. Para el protagonista de la novela que mejor ha retratado la cuestión melómana hay muchas canciones que podrían formar parte de las cinco que te llevarías a una isla desierta. Pero solo hay una artista que siempre habría de figurar en la lista. 

Como ocurre con el resto del arte, es imposible establecer cánones perfectos. Al fin y al cabo, el viaje de cada cual resulta único. Tratar de sintetizar ese tránsito en una lista de cinco canciones es tan divertido en privado como frustrante cuando hay que hacerlo público. Algo parecido ocurre cuando se trata de dibujar el camino artístico de alguien tan grande como Aretha Franklin. Uno puede inventar argucias narrativas para salirse del clásico obituario lacrimógeno, puede actuar con el rigor de un periodista audaz que contrasta cada uno de los datos o entregarse a la leyenda como un vulgar cronista del Oeste americano. Poco importa, en realidad. Ningún texto escrito a día de hoy, varias semanas después de que Aretha nos dejara para siempre, podrá reflejar su grandeza, su influencia en generaciones futuras, su trascendencia en la música popular. Quizá la anécdota de Rob en Alta fidelidad es la única que podría resumir todos esos aspectos: el propietario de una tienda de discos que es incapaz de resumir su experiencia en cinco canciones, pero que está seguro de que una de ellas debe llevar la firma de Aretha. Más allá, podemos clasificar su historia en apartados, simplificarla hasta el punto de decir que en Atlantic molaba más que en Columbia y que, a partir de 1972, comenzó un lento y progresivo declive artístico. Aretha puede ser la muchacha que perdió a su madre con seis años, la niña que tuvo su primer hijo a los doce, la artista fracasada que viajó a Muscle Shoals, la activista que reclamó respeto hacia las mujeres y que cantó en el funeral de Martin Luther King, la vieja gloria que Barack Obama eligió para figurar en su ceremonia de investidura. La mujer que cambió para siempre la música pop.

Pero quizá sea más bonito hacerla partícipe, simplemente, de nuestros momentos más íntimos. En mi caso, la última canción de Aretha que me obsesionó por completo fue Two Sides Of Love. Llegó a mi vida hace unos meses y enseguida formó parte de mis paseos, de mis quehaceres domésticos y de mis jornadas laborales. Una muesca más de esa enorme cinta de varios que uno lleva constantemente encima. Desde la primera vez que la escuché, me fascinó su sencillez, su inocente y dolorosa letra sobre los dobles raseros del amor, lo bien traído de sus cálidos arreglos de cuerda y la contención vocal de Aretha. Antes de esa vino Don’t Let Me Lose That Dream y, mucho antes, I Say A Little Prayer, (You Make Me Feel Like) A Natural Woman, Ain’t No Way, Who Needs You?, Don’t Play That Song, Eleanor Rigby… Para los que amamos la música pero no somos conocedores de toda la obra de Aretha, sus canciones siguen llegando por sorpresa. Aparecen sin previo aviso en sus discos mayores y en sus discos menores, en bandas sonoras de comedias románticas, en samples de canciones de rap y en novelas que abordan el impacto que la música tiene en nuestras vidas. Un día de enero, Aretha tenía veinticinco años y viajó al sur para encontrar su blues. Lo importante no fue que lo encontrara ni la trascendencia que aquella anécdota tuvo en lo sucesivo. Más bien, que la recuperamos para la causa y que su cancionero, lejos de perder vigencia, todavía nos depara momentos agradables. No importan tanto los preparativos de nuestro viaje a una isla desierta como saber quién nos debe acompañar para hacernos sentir menos solos.
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