Chere
Por Carla Faginas Cerezo. Publicado en el número 11 (diciembre 2018).
No recuerdo con exactitud cuándo se intercambiaron nuestros papeles. Cuándo quien cuidaba comenzó a cuidar, y viceversa. La historia comenzó hace más de treinta años.
Mis padres me habían matriculado en la guardería de Caixavigo (actual colegio Don Bosco), situada en la viguesa rúa da Estrada. Ya por aquel entonces —y así sería toda mi vida— yo era una niña particularmente enfermiza. Por ello, en cierta ocasión contraje una amigdalitis que me obligó a guardar cama durante una semana. Al regresar al jardín de infancia, ya nada fue lo mismo: las amistades forjadas en los primeros años de vida, por norma general, tienen la misma consistencia que los amores de verano o la fidelidad durante el Erasmus; es decir, escasa. Y así lo viví.
Como decía, cuando regresé al centro, la niña que yo era solamente encontró olvido y vacío entre sus jovencísimos compañeros de aula. Tan exagerado fue el cambio que, durante semanas, mi madre se aseguraba de pasar a diario junto a la verja del patio, encontrándome, casi siempre, sola en un columpio. Aunque no soy madre, puedo imaginar que presenciar esa escena cada día no debe de ser un trago fácil de pasar.
Durante semanas, tanto mi padre como mi madre buscaron maneras de evitar que volviese a la guardería, pero los horarios de ambos no les dejaban otra alternativa. De aquellos días, mi padre sacaría la conclusión de que la vida, tarde o temprano, se me acabaría comiendo.
Entonces, como un milagro, apareció ella: mi tía abuela Chere (Mercedes Cerezo Sánchez según su DNI), una sexagenaria que siempre había tenido un papel fundamental en nuestras vidas. Mujer soltera y sin hijos, Chere había dedicado —como tantas otras benjaminas de la época— sus años mejores a cuidar de sus padres. Cuando ambos fallecieron, ella se compró un piso en el edificio en el que vivían su hermano y la esposa de este (mis abuelos). Así, en mi familia, las clásicas visitas de los nietos siempre se han hecho por partida doble: un rato en una casa y otro rato en la otra.
Al ver a mi madre tan apurada aquellos días, Chere, que por aquel entonces disfrutaba de sus primeros años de jubilación, se ofreció a cuidar de mí mientras no tuviese edad de ir a la escuela. Así comenzó una de las relaciones más importantes que he tenido dentro del núcleo familiar: por las mañanas, las dos salíamos a hacer recados, al mercado y a pasear un poco por Traviesas y por la Gran Vía. Por las tardes, me compraba un bollo de leche y una chocolatina y merendábamos en el parque que hay junto a la plaza de América. Esta rutina, sin embargo, nos la saltábamos los viernes, día en que visitábamos a sus amigas de toda la vida: Tota, Gita, Ramona y Margarita. Pese a que me acuerdo con bastante precisión de aquellas tardes en que ellas jugaban a las cartas mientras yo moneaba como la niña que era, no conservo recuerdos muy concretos del aspecto de estas mujeres, a excepción de Ramona: enjuta, de pelo cano y sempiternas gafas de carey y lente gruesa.
Tiempo después, comencé el parvulario en el colegio Amor de Dios de Vigo, pero Chere no se desprendió de su condición de niñera familiar: mi hermana Andrea me sustituyó con éxito en el cargo, llegando a tener con ella una relación aún más estrecha que la que había tenido conmigo.
Como decía al comienzo de este texto, no recuerdo cuándo se intercambiaron nuestros papeles. Cuándo dejó de ser ella quien me cuidaba y empecé a cuidarla yo. Cuándo dejó de llevarme al médico de la mano y pasamos a ir, cogidas del brazo, a sus visitas en el hospital.
Hoy Chere tiene 92 años y sigue viviendo en la misma casa. Cuando regreso a Vigo, siempre las visito a ella y a mi abuela, en cuyo salón se reúnen cada tarde para ver un rato la televisión. Al hablar con ella, a veces no me mira; no me oye. No obstante, todavía reconoce mi voz y las del resto de la familia, que la cuida abnegadamente, como ella lo hizo conmigo y con Andrea (mención especial desde aquí a mi madre y a mi tía: dos santas).
Esta noche, poco antes de comenzar a escribir este texto, Andrea, conocedora de que la semana próxima estaré por allí, quiso prevenirme por WhatsApp: «Cuando veas a Cherita… muchas veces ya no está».
«Es ley de vida», me han repetido infinidad de veces al hablar de ella. Y yo lo sé. Y lo comprendo. Es solo que tengo la angustiosa sensación de que ya no podré darle las gracias por todo aquello como corresponde, ni tampoco contarle algo que, por vergüenza o decoro, jamás le he dicho: que siempre echaré de menos aquellas tardes de paseos, bollos de leche y chocolatinas.
Mis padres me habían matriculado en la guardería de Caixavigo (actual colegio Don Bosco), situada en la viguesa rúa da Estrada. Ya por aquel entonces —y así sería toda mi vida— yo era una niña particularmente enfermiza. Por ello, en cierta ocasión contraje una amigdalitis que me obligó a guardar cama durante una semana. Al regresar al jardín de infancia, ya nada fue lo mismo: las amistades forjadas en los primeros años de vida, por norma general, tienen la misma consistencia que los amores de verano o la fidelidad durante el Erasmus; es decir, escasa. Y así lo viví.
Como decía, cuando regresé al centro, la niña que yo era solamente encontró olvido y vacío entre sus jovencísimos compañeros de aula. Tan exagerado fue el cambio que, durante semanas, mi madre se aseguraba de pasar a diario junto a la verja del patio, encontrándome, casi siempre, sola en un columpio. Aunque no soy madre, puedo imaginar que presenciar esa escena cada día no debe de ser un trago fácil de pasar.
Durante semanas, tanto mi padre como mi madre buscaron maneras de evitar que volviese a la guardería, pero los horarios de ambos no les dejaban otra alternativa. De aquellos días, mi padre sacaría la conclusión de que la vida, tarde o temprano, se me acabaría comiendo.
Entonces, como un milagro, apareció ella: mi tía abuela Chere (Mercedes Cerezo Sánchez según su DNI), una sexagenaria que siempre había tenido un papel fundamental en nuestras vidas. Mujer soltera y sin hijos, Chere había dedicado —como tantas otras benjaminas de la época— sus años mejores a cuidar de sus padres. Cuando ambos fallecieron, ella se compró un piso en el edificio en el que vivían su hermano y la esposa de este (mis abuelos). Así, en mi familia, las clásicas visitas de los nietos siempre se han hecho por partida doble: un rato en una casa y otro rato en la otra.
Al ver a mi madre tan apurada aquellos días, Chere, que por aquel entonces disfrutaba de sus primeros años de jubilación, se ofreció a cuidar de mí mientras no tuviese edad de ir a la escuela. Así comenzó una de las relaciones más importantes que he tenido dentro del núcleo familiar: por las mañanas, las dos salíamos a hacer recados, al mercado y a pasear un poco por Traviesas y por la Gran Vía. Por las tardes, me compraba un bollo de leche y una chocolatina y merendábamos en el parque que hay junto a la plaza de América. Esta rutina, sin embargo, nos la saltábamos los viernes, día en que visitábamos a sus amigas de toda la vida: Tota, Gita, Ramona y Margarita. Pese a que me acuerdo con bastante precisión de aquellas tardes en que ellas jugaban a las cartas mientras yo moneaba como la niña que era, no conservo recuerdos muy concretos del aspecto de estas mujeres, a excepción de Ramona: enjuta, de pelo cano y sempiternas gafas de carey y lente gruesa.
Tiempo después, comencé el parvulario en el colegio Amor de Dios de Vigo, pero Chere no se desprendió de su condición de niñera familiar: mi hermana Andrea me sustituyó con éxito en el cargo, llegando a tener con ella una relación aún más estrecha que la que había tenido conmigo.
Como decía al comienzo de este texto, no recuerdo cuándo se intercambiaron nuestros papeles. Cuándo dejó de ser ella quien me cuidaba y empecé a cuidarla yo. Cuándo dejó de llevarme al médico de la mano y pasamos a ir, cogidas del brazo, a sus visitas en el hospital.
Hoy Chere tiene 92 años y sigue viviendo en la misma casa. Cuando regreso a Vigo, siempre las visito a ella y a mi abuela, en cuyo salón se reúnen cada tarde para ver un rato la televisión. Al hablar con ella, a veces no me mira; no me oye. No obstante, todavía reconoce mi voz y las del resto de la familia, que la cuida abnegadamente, como ella lo hizo conmigo y con Andrea (mención especial desde aquí a mi madre y a mi tía: dos santas).
Esta noche, poco antes de comenzar a escribir este texto, Andrea, conocedora de que la semana próxima estaré por allí, quiso prevenirme por WhatsApp: «Cuando veas a Cherita… muchas veces ya no está».
«Es ley de vida», me han repetido infinidad de veces al hablar de ella. Y yo lo sé. Y lo comprendo. Es solo que tengo la angustiosa sensación de que ya no podré darle las gracias por todo aquello como corresponde, ni tampoco contarle algo que, por vergüenza o decoro, jamás le he dicho: que siempre echaré de menos aquellas tardes de paseos, bollos de leche y chocolatinas.