BlaBlaCar y los criterios estéticos
Texto por Adri V. Barbón
Aún me estoy recuperando. El conductor de BlablaCar que pude encontrar, el de la mejor valoración posible con tan poca antelación, me acaba de dejar en casa. Ha sido el tiempo de subir y servir algo con hielo en lo que Windows decide que está listo. Me envuelve una extraña sensación que aún no sabe si instalarse en el estómago o subir la espina dorsal.
Necesitaba ir de una ciudad a otra y el transporte público suele llevar unos horarios que no me convienen, así que, como tantas otras veces, acudo a internet buscando soluciones. Internet es el lugar donde mueren las conversaciones de los bares. La respuesta a una pregunta que no solemos formular. La experiencia de otros usuarios me dice que este tipo es buen chófer, que bien de música, que buena gente y demás. Le queda un hueco a última hora. Tengo que llamarlo. Al rato me recoge. No parece un temerario y, bueno, no es mi playlist pero tampoco estorba. El coche es de cuatro plazas: conductor, copiloto, una chica detrás del copiloto y yo. Entablan conversación mundana, nada que no se pueda seguir soltando algún «sí» o un «ya» a cualquiera de los comentarios. El tipo de conversación que puedes seguir trasteando el teléfono.
A mitad de trayecto, el chófer resopla y pregunta en alto que qué pasa ahí. Todos levantamos la mirada. Hay cierta retención. Es uno de esos tramos en los que la carretera nacional se convierte en la avenida principal de cualquier pueblo. No sabemos qué ha pasado. No parece un accidente. Avanzamos de a poco, casi al ralentí. De pronto vemos a una mujer mayor con un perro mediano en brazos. Es un cachorro de pastor alemán. Tiene sangre. No sabemos si suya. Grita. Parece que alguien haya golpeado al perro y se haya ido. La imagen es desgarradora, la sangre y los gritos y el perro, que parece querer moverse y llora. Sorteamos la retención dejando el desenlace a medias. Sin saber si ese perro sigue vivo.
No más música, no más conversación insulsa mirando al teléfono. Silencio absoluto durante kilómetros quebrado apenas por los ruidos propios del vehículo. Es la primera vez en mi vida que entiendo ese momento de las películas en el que se ofrece una copa para templar el ánimo y los nervios. El llanto de aquel perro herido llena cualquier espacio libre de la carrocería. El aura de duelo sigue varios kilómetros.
A punto de llegar vuelve a haber retención. El conductor, con toda su buena valoración, masculla un juramento, y puedo ver, desde mi asiento tras el suyo, cómo los coches aminoran y se apartan a la derecha ocupando brevemente el arcén. En algún momento uno de los autos decide no apartarse. El que le sigue tampoco y el inmediatamente anterior al nuestro copia su actitud. Se mueve despacio, como sorteando un badén algo pronunciado. Me incorporo todo lo que el cinturón me permite y lo veo: un amasijo de plumas, huesos y carne forma un montículo denso, pastoso y con grumos con lo que parecen ser tres gaviotas que aún quieren aletear. Clank, clank. Las dos ruedas izquierdas cruzan por encima. Suena un chillido. El tráfico vuelve a ser fluido. Una notificación rompe el silencio. Recuerda a la chica que está a mi derecha que hoy hay un concierto. El conductor busca un tema de ese grupo. Vuelve la música y comienza la charla. Yo sigo en silencio. Lo rompo apenas para despedirme al bajar del vehículo.
Decir adiós, coger mis cosas, cruzar el portal. Realizo tres tareas como un autómata. Intentando entender qué tipo de animal somos y descodificar qué ha pasado: la charla, la música, los gritos. La sangre, el silencio, los pájaros. No sabría decir hace cuánto que he entrado en casa, o cuánto tiempo lleva el ordenador encendido, o qué licor está aguando el hielo en un vaso de Nocilla. Doy un trago largo y la congoja se decide. Lleva finalmente hasta mi vientre la espantosa idea de que puede que la compasión humana, la ayuda o la empatía dependan, por desgracia, del aspecto de quien las merezca.
Necesitaba ir de una ciudad a otra y el transporte público suele llevar unos horarios que no me convienen, así que, como tantas otras veces, acudo a internet buscando soluciones. Internet es el lugar donde mueren las conversaciones de los bares. La respuesta a una pregunta que no solemos formular. La experiencia de otros usuarios me dice que este tipo es buen chófer, que bien de música, que buena gente y demás. Le queda un hueco a última hora. Tengo que llamarlo. Al rato me recoge. No parece un temerario y, bueno, no es mi playlist pero tampoco estorba. El coche es de cuatro plazas: conductor, copiloto, una chica detrás del copiloto y yo. Entablan conversación mundana, nada que no se pueda seguir soltando algún «sí» o un «ya» a cualquiera de los comentarios. El tipo de conversación que puedes seguir trasteando el teléfono.
A mitad de trayecto, el chófer resopla y pregunta en alto que qué pasa ahí. Todos levantamos la mirada. Hay cierta retención. Es uno de esos tramos en los que la carretera nacional se convierte en la avenida principal de cualquier pueblo. No sabemos qué ha pasado. No parece un accidente. Avanzamos de a poco, casi al ralentí. De pronto vemos a una mujer mayor con un perro mediano en brazos. Es un cachorro de pastor alemán. Tiene sangre. No sabemos si suya. Grita. Parece que alguien haya golpeado al perro y se haya ido. La imagen es desgarradora, la sangre y los gritos y el perro, que parece querer moverse y llora. Sorteamos la retención dejando el desenlace a medias. Sin saber si ese perro sigue vivo.
No más música, no más conversación insulsa mirando al teléfono. Silencio absoluto durante kilómetros quebrado apenas por los ruidos propios del vehículo. Es la primera vez en mi vida que entiendo ese momento de las películas en el que se ofrece una copa para templar el ánimo y los nervios. El llanto de aquel perro herido llena cualquier espacio libre de la carrocería. El aura de duelo sigue varios kilómetros.
A punto de llegar vuelve a haber retención. El conductor, con toda su buena valoración, masculla un juramento, y puedo ver, desde mi asiento tras el suyo, cómo los coches aminoran y se apartan a la derecha ocupando brevemente el arcén. En algún momento uno de los autos decide no apartarse. El que le sigue tampoco y el inmediatamente anterior al nuestro copia su actitud. Se mueve despacio, como sorteando un badén algo pronunciado. Me incorporo todo lo que el cinturón me permite y lo veo: un amasijo de plumas, huesos y carne forma un montículo denso, pastoso y con grumos con lo que parecen ser tres gaviotas que aún quieren aletear. Clank, clank. Las dos ruedas izquierdas cruzan por encima. Suena un chillido. El tráfico vuelve a ser fluido. Una notificación rompe el silencio. Recuerda a la chica que está a mi derecha que hoy hay un concierto. El conductor busca un tema de ese grupo. Vuelve la música y comienza la charla. Yo sigo en silencio. Lo rompo apenas para despedirme al bajar del vehículo.
Decir adiós, coger mis cosas, cruzar el portal. Realizo tres tareas como un autómata. Intentando entender qué tipo de animal somos y descodificar qué ha pasado: la charla, la música, los gritos. La sangre, el silencio, los pájaros. No sabría decir hace cuánto que he entrado en casa, o cuánto tiempo lleva el ordenador encendido, o qué licor está aguando el hielo en un vaso de Nocilla. Doy un trago largo y la congoja se decide. Lleva finalmente hasta mi vientre la espantosa idea de que puede que la compasión humana, la ayuda o la empatía dependan, por desgracia, del aspecto de quien las merezca.
Publicado el 21 de febrero de 2019