Al otro lado del muro: un viaje por los Territorios Palestinos Ocupados
Texto y fotografías por Marta Martínez Losa. Publicado en el número 9 (noviembre 2016).
El autobús 231 parte de la céntrica Bab Zqaq, en Belén, y lleva directamente a la Puerta de Damasco, la estación de autobuses “árabes” en Jerusalén Este. Tras unos 15 minutos de trayecto, el autobús se detiene en un checkpoint militar y varios soldados israelíes acceden al vehículo para llevar a cabo la inspección rutinaria de documentación. Con la tranquilidad de portar un pasaporte internacional que es examinado con un simple vistazo por las autoridades israelíes sin necesidad de movernos del asiento, observamos cómo muchos palestinos son invitados a bajar del autobús y a formar cola en un lateral para someterse a examen. Otros aguardan dentro y se exponen a un reconocimiento algo más riguroso que el nuestro. Los nervios por la incertidumbre de no saber si podrán continuar el viaje a Jerusalén se palpan en el ambiente, pues portar un permiso que les otorga el derecho a acceder a zona israelí no es sinónimo de que finalmente logren atravesar la frontera.
Una de las primeras lecciones que uno aprende cuando conoce la realidad del pueblo palestino sobre el terreno es que el sistema normativo israelí se ve superado en infinidad de ocasiones por las decisiones individuales de sus funcionarios. Como muchos otros aspectos de la vida cotidiana en este país, el hecho de que los soldados hagan bajar del autobús a los palestinos o les permitan permanecer dentro responde a su voluntad, un comportamiento argumentado, en la mayoría de ocasiones, sobre la base de supuestos motivos de seguridad.
Si bien venimos a Cisjordania concienciados de que se trata de un territorio plagado de checkpoints y otras barreras físicas que entorpecen la libertad de movimiento de los palestinos, la realidad sobre el terreno se manifiesta aún más restrictiva. No todos los palestinos residentes en Cisjordania gozan del privilegio de acceder a Israel, sino que necesitan de un permiso determinado expedido por el gabinete de seguridad israelí. Como regla general, las concesiones de estos permisos responden a motivos concretos pero variados: necesidades médicas, flexibilización en las restricciones al movimiento en festividades religiosas como Navidad o Ramadán, distribución de mercancías y otras razones. No obstante, la principal motivación que empuja a las autoridades israelíes a conceder permisos es la contratación de trabajadores palestinos en el sector de la construcción en Jerusalén Este e Israel, ya que el Estado judío es absolutamente dependiente de la mano de obra palestina, mucho más barata que la israelí. El número de residentes palestinos en Cisjordania que trabaja en zona israelí supera los 100 000, lo que supone alrededor de un 3 por ciento del total de los puestos de trabajo en la economía del Estado judío. Además, 27 000 palestinos trabajan en asentamientos israelíes ilegales en Cisjordania. Como primer requisito, solo están autorizados a cruzar el checkpoint aquellos palestinos varones mayores de 26 años y casados, si bien para las mujeres no existen restricciones de edad.
Los europeos acostumbrados a moverse con plena libertad por sus países de origen y por el espacio Schengen sin que nadie cuestione sus motivos para visitar un país u otro tomarán conciencia al tocar suelo palestino de los privilegios o las desgracias derivados de un mero documento administrativo. Aquellos palestinos que permanecieron en las ciudades y pueblos que desde 1948 forman parte del Estado de Israel disfrutan de ciudadanía israelí —pero no nacionalidad, que solo es concedida a judíos-israelíes—. Estos árabes-israelíes, como se les denominada formalmente, gozan de pasaporte israelí y pueden moverse con libertad por el Estado judío y por el extranjero. Sin embargo, todos aquellos palestinos que huyeron con motivo de la Nakba —“catástrofe” en árabe— y se instalaron en Gaza y Cisjordania en calidad de refugiados tras la creación del Estado de Israel en 1948, así como los que nacieron en los Territorios Palestinos Ocupados a partir de esa fecha, portan pasaporte de la Autoridad Palestina (AP).
Así, estos últimos solo pueden cruzar a zona israelí de manera temporal mediante la obtención de permisos concedidos por el Estado judío. Además, para abandonar el país, sea por la razón que sea, también necesitan de un visado, pero no están autorizados a utilizar el Aeropuerto Internacional Ben Gurión en Tel Aviv, el aeropuerto operativo más próximo a la Franja de Gaza y Cisjordania y a menos de 55 kilómetros de la ciudad de Jerusalén. Por tanto, los residentes en los Territorios Palestinos Ocupados se ven obligados a emplear los aeropuertos de los estados fronterizos. Por mera proximidad, la mayoría de los palestinos que viven en Cisjordania emplean el aeropuerto de Amán, la capital jordana. Anteriormente existían los aeropuertos de Atarot, situado entre Jerusalén y Ramala, y de Yasser Arafat, en Gaza, ambos cerrados al tráfico en 2001 durante la Segunda Intifada. A partir de este conjunto de eventos que marcaron el levantamiento civil de los palestinos contra la política administrativa y de ocupación israelí en Palestina entre 2000 y 2005, el control fronterizo de los territorios palestinos está bajo mando absoluto israelí, que incluye un bloqueo aéreo.
Si entender la compleja realidad de los Territorios Palestinos Ocupados conlleva tiempo e infinidad de preguntas, la excepcionalidad de Jerusalén Este complica aún más el esquema de relaciones. En junio de 1967, durante la guerra de los Seis Días, Israel anexionó ilegalmente la parte oriental de la ciudad —considerada como Cisjordania bajo administración del Gobierno jordano— y proclamó su reunificación, cuya parte occidental formaba ya parte del Estado de Israel desde 1948. Desde entonces, la ciudad continúa bajo dominio israelí y es considerada capital de Israel, a pesar de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas considera que viola claramente el derecho internacional y afirma que esta anexión supone “un serio obstáculo para el logro de una paz completa, justa y duradera en Oriente Medio”. De hecho, sus residentes están bajo el amparo del Cuarto Convenio de Ginebra, relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra.
De esta manera, los palestinos que nacieron en Jerusalén después de 1967 gozan del estatus especial de residentes de la ciudad de Jerusalén y poseen un documento de identidad israelí de color azul —a diferencia del palestino, que es verde—, pero no tienen pasaporte israelí. Así, disfrutan de pasaporte jordano para la utilización del aeropuerto de Amán pero no tienen número nacional que les identifique como ciudadanos jordanos. A diferencia de los que poseen pasaporte de la Autoridad Palestina, que no pueden hacer uso del Aeropuerto Ben Gurión bajo ninguna circunstancia, los palestinos que gozan del documento de identidad israelí pueden solicitar un documento de viaje que les autorice a volar a través de Tel Aviv. Además, estos palestinos con estatus especial pueden solicitar la ciudadanía israelí si lo desean, para lo que tendrían que renunciar a su condición formal de palestinos. A pesar de que este paso supondría una ampliación considerable de su libertad de movimiento, así como el acceso a servicios sociales básicos, educación, becas y otras ayudas, son pocos los palestinos que lo llevan a cabo, pues constituye una vergüenza nacional.
Una de las primeras lecciones que uno aprende cuando conoce la realidad del pueblo palestino sobre el terreno es que el sistema normativo israelí se ve superado en infinidad de ocasiones por las decisiones individuales de sus funcionarios. Como muchos otros aspectos de la vida cotidiana en este país, el hecho de que los soldados hagan bajar del autobús a los palestinos o les permitan permanecer dentro responde a su voluntad, un comportamiento argumentado, en la mayoría de ocasiones, sobre la base de supuestos motivos de seguridad.
Si bien venimos a Cisjordania concienciados de que se trata de un territorio plagado de checkpoints y otras barreras físicas que entorpecen la libertad de movimiento de los palestinos, la realidad sobre el terreno se manifiesta aún más restrictiva. No todos los palestinos residentes en Cisjordania gozan del privilegio de acceder a Israel, sino que necesitan de un permiso determinado expedido por el gabinete de seguridad israelí. Como regla general, las concesiones de estos permisos responden a motivos concretos pero variados: necesidades médicas, flexibilización en las restricciones al movimiento en festividades religiosas como Navidad o Ramadán, distribución de mercancías y otras razones. No obstante, la principal motivación que empuja a las autoridades israelíes a conceder permisos es la contratación de trabajadores palestinos en el sector de la construcción en Jerusalén Este e Israel, ya que el Estado judío es absolutamente dependiente de la mano de obra palestina, mucho más barata que la israelí. El número de residentes palestinos en Cisjordania que trabaja en zona israelí supera los 100 000, lo que supone alrededor de un 3 por ciento del total de los puestos de trabajo en la economía del Estado judío. Además, 27 000 palestinos trabajan en asentamientos israelíes ilegales en Cisjordania. Como primer requisito, solo están autorizados a cruzar el checkpoint aquellos palestinos varones mayores de 26 años y casados, si bien para las mujeres no existen restricciones de edad.
Los europeos acostumbrados a moverse con plena libertad por sus países de origen y por el espacio Schengen sin que nadie cuestione sus motivos para visitar un país u otro tomarán conciencia al tocar suelo palestino de los privilegios o las desgracias derivados de un mero documento administrativo. Aquellos palestinos que permanecieron en las ciudades y pueblos que desde 1948 forman parte del Estado de Israel disfrutan de ciudadanía israelí —pero no nacionalidad, que solo es concedida a judíos-israelíes—. Estos árabes-israelíes, como se les denominada formalmente, gozan de pasaporte israelí y pueden moverse con libertad por el Estado judío y por el extranjero. Sin embargo, todos aquellos palestinos que huyeron con motivo de la Nakba —“catástrofe” en árabe— y se instalaron en Gaza y Cisjordania en calidad de refugiados tras la creación del Estado de Israel en 1948, así como los que nacieron en los Territorios Palestinos Ocupados a partir de esa fecha, portan pasaporte de la Autoridad Palestina (AP).
Así, estos últimos solo pueden cruzar a zona israelí de manera temporal mediante la obtención de permisos concedidos por el Estado judío. Además, para abandonar el país, sea por la razón que sea, también necesitan de un visado, pero no están autorizados a utilizar el Aeropuerto Internacional Ben Gurión en Tel Aviv, el aeropuerto operativo más próximo a la Franja de Gaza y Cisjordania y a menos de 55 kilómetros de la ciudad de Jerusalén. Por tanto, los residentes en los Territorios Palestinos Ocupados se ven obligados a emplear los aeropuertos de los estados fronterizos. Por mera proximidad, la mayoría de los palestinos que viven en Cisjordania emplean el aeropuerto de Amán, la capital jordana. Anteriormente existían los aeropuertos de Atarot, situado entre Jerusalén y Ramala, y de Yasser Arafat, en Gaza, ambos cerrados al tráfico en 2001 durante la Segunda Intifada. A partir de este conjunto de eventos que marcaron el levantamiento civil de los palestinos contra la política administrativa y de ocupación israelí en Palestina entre 2000 y 2005, el control fronterizo de los territorios palestinos está bajo mando absoluto israelí, que incluye un bloqueo aéreo.
Si entender la compleja realidad de los Territorios Palestinos Ocupados conlleva tiempo e infinidad de preguntas, la excepcionalidad de Jerusalén Este complica aún más el esquema de relaciones. En junio de 1967, durante la guerra de los Seis Días, Israel anexionó ilegalmente la parte oriental de la ciudad —considerada como Cisjordania bajo administración del Gobierno jordano— y proclamó su reunificación, cuya parte occidental formaba ya parte del Estado de Israel desde 1948. Desde entonces, la ciudad continúa bajo dominio israelí y es considerada capital de Israel, a pesar de que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas considera que viola claramente el derecho internacional y afirma que esta anexión supone “un serio obstáculo para el logro de una paz completa, justa y duradera en Oriente Medio”. De hecho, sus residentes están bajo el amparo del Cuarto Convenio de Ginebra, relativo a la protección de personas civiles en tiempo de guerra.
De esta manera, los palestinos que nacieron en Jerusalén después de 1967 gozan del estatus especial de residentes de la ciudad de Jerusalén y poseen un documento de identidad israelí de color azul —a diferencia del palestino, que es verde—, pero no tienen pasaporte israelí. Así, disfrutan de pasaporte jordano para la utilización del aeropuerto de Amán pero no tienen número nacional que les identifique como ciudadanos jordanos. A diferencia de los que poseen pasaporte de la Autoridad Palestina, que no pueden hacer uso del Aeropuerto Ben Gurión bajo ninguna circunstancia, los palestinos que gozan del documento de identidad israelí pueden solicitar un documento de viaje que les autorice a volar a través de Tel Aviv. Además, estos palestinos con estatus especial pueden solicitar la ciudadanía israelí si lo desean, para lo que tendrían que renunciar a su condición formal de palestinos. A pesar de que este paso supondría una ampliación considerable de su libertad de movimiento, así como el acceso a servicios sociales básicos, educación, becas y otras ayudas, son pocos los palestinos que lo llevan a cabo, pues constituye una vergüenza nacional.
Junto a estas restricciones burocráticas existen, además, las ya mencionadas barreras físicas que dividen territorialmente a Israel y Palestina. Pese a la aparente calma y tranquilidad que se respira en la medina de Belén, abarrotada de turistas y comerciantes callejeros, y abrigada por una inevitable atmósfera religiosa, basta con alejarse unos metros para toparse con la máxima expresión arquitectónica de la ocupación israelí. A tan solo unos 20 minutos a pie de la ciudad vieja betlemita se alza el muro de segregación, un elemento omnipresente imposible de obviar para los residentes de esta ciudad. Esta monstruosa barrera de hormigón de hasta siete metros de altura comenzó a ser construida por Israel en el año 2002, durante de la Segunda Intifada, con la excusa de aislar y fragmentar la resistencia palestina y disminuir el número de suicidas en ciudades israelíes mediante sistemas de restricción de movimiento. Sin embargo, estos 630 kilómetros de muro, aún sin finalizar y que se extienden por toda Cisjordania, no siguen en su totalidad el trazado fronterizo o Línea Verde que se estableció en el armisticio árabe-israelí de 1949. De hecho, el 80 por ciento del muro de segregación construido hasta el momento está dentro del área de Cisjordania, y su establecimiento fue declarado ilegal por la Corte Internacional de Justicia en 2004. Más allá de dividir el territorio, el muro de segregación convierte a Palestina en un paisaje laberíntico que ha separado a miles de familias y ha condenado al aislamiento a otras tantas.
También fue a partir del 2002 cuando las autoridades israelíes llevaron a cabo el establecimiento de checkpoints o puestos fronterizos, erigiéndose como espacios físicos donde materializar la política de control y restricción de movimiento del Estado de Israel en los Territorios Palestinos Ocupados. A día de hoy, las Fuerzas de Defensa de Israel controlan un total de 26 checkpoints que se encuentran en el término de separación entre Palestina y el Estado de Israel, algunos de ellos situados en la Línea Verde y otros actuando como puertas en el propio muro de segregación. Además, Cisjordania cuenta con 43 checkpoints internos permanentes que restringen el movimiento de los palestinos dentro de sus propios territorios, a los que habría que sumar puestos de control temporales e improvisados cuyo número es difícil de estimar. Asimismo, el bloqueo físico de carreteras y sus restricciones de uso constituyen otro capítulo de la política de apartheid israelí.
Por su parte, los asentamientos israelíes también constituyen otra faceta de la ocupación claramente visible. Actualmente existen 125 asentamientos autorizados por el Gobierno israelí en Cisjordania, sin incluir Jerusalén Este ni los enclaves colonos dentro de la ciudad de Hebrón. A estas cifras habría que sumar los 100 asentamientos que no gozan de reconocimiento gubernamental, a pesar de que muchos de ellos fueron establecidos con ayuda pública israelí. En definitiva, son aproximadamente 547 000 los colonos que viven en Cisjordania —en contraposición a los 1,7 millones de palestinos—, sumando los residentes de los asentamientos y aquellos israelíes que viven en Jerusalén Este.
En línea con las limitaciones al movimiento dentro de los Territorios Palestinos Ocupados, existe otra realidad difícil de apreciar a primera vista como extranjeros. Si bien las restricciones a la movilidad, aunque perceptibles, se nos antojan menos evidentes, el pueblo palestino conoce a la perfección sus límites territoriales y se ha visto forzado a lidiar con ellos. Como ejemplo, los habitantes de la provincia de Belén tienen acceso a tan solo un 13 por ciento de su tierra, ya que el 87 por ciento restante permanece bajo control israelí. Estas restricciones fueron fruto de los Acuerdos de Oslo, firmados en 1993 entre el Gobierno de Israel y la Organización para la Liberación de Palestina, e implementados en 1995.
Como resultado de estos acuerdos, Cisjordania quedó dividida en tres áreas. El área A permanece bajo control total de la Autoridad Palestina, otorgándole la responsabilidad en materias de seguridad y asuntos civiles. Esta zona constituye tan solo el 18 por ciento del territorio cisjordano y engloba las principales ciudades y los territorios de alrededor. Unos enormes letreros rojos escritos en hebreo, árabe e inglés nos recuerdan continuamente que los israelíes tienen prohibido el acceso a estas zonas “por constituir un peligro para sus vidas”. El área B es de control compartido: la Autoridad Palestina posee el control civil del territorio y se encarga de la administración de servicios, mientras que la gestión de la seguridad es compartida entre palestinos e israelíes. Esta zona constituye el 21 por ciento de los Territorios Palestinos Ocupados e incluye principalmente pequeñas ciudades y pueblos. En el área C, por su parte, Israel tiene control civil y militar total. Supone alrededor del 60 por ciento de los Territorios Palestinos Ocupados e incluye todos los asentamientos israelíes construidos ilegalmente en Cisjordania, así como grandes extensiones de tierras confiscadas descritas como “zonas de seguridad”, que engloba entre otras el terreno adyacente al muro de separación. También constituyen el área C todas las carreteras que conectan los asentamientos ilegales entre ellos y con Israel, denominadas bypass roads y cuyo uso es exclusivo para israelíes. Indiferentemente de la división territorial que en teoría determina el control de cada área, la política colonial israelí traspasa las barreras legales para manifestar quién domina de facto los Territorios Palestinos Ocupados. Cualquier trayecto por las carreteras de Cisjordania hará palpable este hecho, materializado cada pocos kilómetros en forma de asentamiento, torreta militar, centro comercial o una simple bandera israelí.
Todo este conjunto de barreras físicas y limitaciones territoriales dibuja un complejo y confuso mapa de Cisjordania donde las distancias se alargan de manera infinita. Con una superficie de 5 655 km2 —ligeramente más grande que Cantabria—, el tiempo invertido en desplazarse de una ciudad a otra se hace impredecible tanto por los tortuosos trazados de las carreteras como por los posibles y espontáneos controles militares israelíes. Es por ello que podemos afirmar que los sistemas de restricción y control de movimiento puestos en práctica por el Estado de Israel conllevaron un cambio en la concepción del espacio y el tiempo para el pueblo palestino.
Fortaleciendo el papel intrusivo de las políticas de ocupación en los Territorios Ocupados, las cuales afectan diaria y directamente al pueblo palestino en todas sus vertientes, Israel apunta directo al corazón. El Estado judío es reconocido a nivel internacional por estar a la vanguardia en el desarrollo de tecnologías sostenibles y presume de haber transformado el desierto en un lugar verde. Basta con visitar un par de ciudades israelíes o adentrarse en un asentamiento ilegal en Cisjordania para comprobar el contraste entre sus parques y la casi total ausencia de zonas verdes en las ciudades y los pueblos palestinos. Sin embargo y paradójicamente, muchas de sus políticas medioambientales se caracterizan por un profundo racismo. Si hay algo que identifica al pueblo palestino es su apego y conexión con su tierra y sus recursos naturales, por lo que estos se convierten en el blanco perfecto del Estado judío para herir donde más duele.
También fue a partir del 2002 cuando las autoridades israelíes llevaron a cabo el establecimiento de checkpoints o puestos fronterizos, erigiéndose como espacios físicos donde materializar la política de control y restricción de movimiento del Estado de Israel en los Territorios Palestinos Ocupados. A día de hoy, las Fuerzas de Defensa de Israel controlan un total de 26 checkpoints que se encuentran en el término de separación entre Palestina y el Estado de Israel, algunos de ellos situados en la Línea Verde y otros actuando como puertas en el propio muro de segregación. Además, Cisjordania cuenta con 43 checkpoints internos permanentes que restringen el movimiento de los palestinos dentro de sus propios territorios, a los que habría que sumar puestos de control temporales e improvisados cuyo número es difícil de estimar. Asimismo, el bloqueo físico de carreteras y sus restricciones de uso constituyen otro capítulo de la política de apartheid israelí.
Por su parte, los asentamientos israelíes también constituyen otra faceta de la ocupación claramente visible. Actualmente existen 125 asentamientos autorizados por el Gobierno israelí en Cisjordania, sin incluir Jerusalén Este ni los enclaves colonos dentro de la ciudad de Hebrón. A estas cifras habría que sumar los 100 asentamientos que no gozan de reconocimiento gubernamental, a pesar de que muchos de ellos fueron establecidos con ayuda pública israelí. En definitiva, son aproximadamente 547 000 los colonos que viven en Cisjordania —en contraposición a los 1,7 millones de palestinos—, sumando los residentes de los asentamientos y aquellos israelíes que viven en Jerusalén Este.
En línea con las limitaciones al movimiento dentro de los Territorios Palestinos Ocupados, existe otra realidad difícil de apreciar a primera vista como extranjeros. Si bien las restricciones a la movilidad, aunque perceptibles, se nos antojan menos evidentes, el pueblo palestino conoce a la perfección sus límites territoriales y se ha visto forzado a lidiar con ellos. Como ejemplo, los habitantes de la provincia de Belén tienen acceso a tan solo un 13 por ciento de su tierra, ya que el 87 por ciento restante permanece bajo control israelí. Estas restricciones fueron fruto de los Acuerdos de Oslo, firmados en 1993 entre el Gobierno de Israel y la Organización para la Liberación de Palestina, e implementados en 1995.
Como resultado de estos acuerdos, Cisjordania quedó dividida en tres áreas. El área A permanece bajo control total de la Autoridad Palestina, otorgándole la responsabilidad en materias de seguridad y asuntos civiles. Esta zona constituye tan solo el 18 por ciento del territorio cisjordano y engloba las principales ciudades y los territorios de alrededor. Unos enormes letreros rojos escritos en hebreo, árabe e inglés nos recuerdan continuamente que los israelíes tienen prohibido el acceso a estas zonas “por constituir un peligro para sus vidas”. El área B es de control compartido: la Autoridad Palestina posee el control civil del territorio y se encarga de la administración de servicios, mientras que la gestión de la seguridad es compartida entre palestinos e israelíes. Esta zona constituye el 21 por ciento de los Territorios Palestinos Ocupados e incluye principalmente pequeñas ciudades y pueblos. En el área C, por su parte, Israel tiene control civil y militar total. Supone alrededor del 60 por ciento de los Territorios Palestinos Ocupados e incluye todos los asentamientos israelíes construidos ilegalmente en Cisjordania, así como grandes extensiones de tierras confiscadas descritas como “zonas de seguridad”, que engloba entre otras el terreno adyacente al muro de separación. También constituyen el área C todas las carreteras que conectan los asentamientos ilegales entre ellos y con Israel, denominadas bypass roads y cuyo uso es exclusivo para israelíes. Indiferentemente de la división territorial que en teoría determina el control de cada área, la política colonial israelí traspasa las barreras legales para manifestar quién domina de facto los Territorios Palestinos Ocupados. Cualquier trayecto por las carreteras de Cisjordania hará palpable este hecho, materializado cada pocos kilómetros en forma de asentamiento, torreta militar, centro comercial o una simple bandera israelí.
Todo este conjunto de barreras físicas y limitaciones territoriales dibuja un complejo y confuso mapa de Cisjordania donde las distancias se alargan de manera infinita. Con una superficie de 5 655 km2 —ligeramente más grande que Cantabria—, el tiempo invertido en desplazarse de una ciudad a otra se hace impredecible tanto por los tortuosos trazados de las carreteras como por los posibles y espontáneos controles militares israelíes. Es por ello que podemos afirmar que los sistemas de restricción y control de movimiento puestos en práctica por el Estado de Israel conllevaron un cambio en la concepción del espacio y el tiempo para el pueblo palestino.
Fortaleciendo el papel intrusivo de las políticas de ocupación en los Territorios Ocupados, las cuales afectan diaria y directamente al pueblo palestino en todas sus vertientes, Israel apunta directo al corazón. El Estado judío es reconocido a nivel internacional por estar a la vanguardia en el desarrollo de tecnologías sostenibles y presume de haber transformado el desierto en un lugar verde. Basta con visitar un par de ciudades israelíes o adentrarse en un asentamiento ilegal en Cisjordania para comprobar el contraste entre sus parques y la casi total ausencia de zonas verdes en las ciudades y los pueblos palestinos. Sin embargo y paradójicamente, muchas de sus políticas medioambientales se caracterizan por un profundo racismo. Si hay algo que identifica al pueblo palestino es su apego y conexión con su tierra y sus recursos naturales, por lo que estos se convierten en el blanco perfecto del Estado judío para herir donde más duele.
Desde que ocupara Cisjordania en 1967, Israel ejerce pleno control sobre los recursos hídricos de estos territorios mediante unos acuerdos de distribución totalmente discriminatorios que impiden que los palestinos puedan desarrollar y mantener sus propias infraestructuras. En 1995, el Acuerdo Interino sobre Cisjordania y la Franja de Gaza, comúnmente conocido como Oslo II, perpetuaba y legitimaba el dominio israelí sobre los recursos hídricos, garantizando el acceso de Israel al 71 por ciento de los acuíferos de Cisjordania, mientras que Palestina se quedaba con tan solo un 17 por ciento. A pesar de que el pacto tenía un carácter temporal de cinco años, la perdurabilidad del mismo ha condenado al pueblo palestino a una absoluta dependencia del Estado de Israel en cuanto a suministros hídricos de refiere. Mientras la población de Cisjordania se ha duplicado desde entonces, las dotaciones de agua son incluso menores que las acordadas en 1995: un 13 por ciento para Palestina frente a un 87 por ciento para Israel. La falta de agua y otros servicios básicos han forzado a muchos palestinos a abandonar sus pueblos, especialmente en el área C, facilitando de esta manera la confiscación de tierras y la consiguiente construcción y expansión de asentamientos ilegales por parte de Israel. Tan pronto como llega el calor, los cortes de agua en ciudades y pueblos palestinos se vuelven frecuentes, forzando a sus habitantes a comprar agua embotellada a un precio cinco veces superior a la del grifo.
Pero la guerra del agua también amplía su campo de batalla al control del acceso al mar. La única manera de desplazarse hasta el mar Muerto desde cualquier punto de Cisjordania es en taxi y el viaje no es precisamente barato, pero uno no puede marcharse de aquí sin experimentar la particular sensación de flotar en el agua sin hacer esfuerzo alguno. Lo primero que nos advierte el taxista es que el chapuzón no nos saldrá gratis, pues el acceso a cualquier playa del mar Muerto en territorio cisjordano cuesta entre 50 y 80 shekels (entre 12 y 18 euros). Por su parte, nos informa de que en Israel las playas son de acceso gratuito. El territorio de Cisjordania que se encuentra junto al mar Muerto, así como el resto del valle del Jordán, es considerado área C, lo que significa que Israel ejerce pleno control civil y militar sobre esta zona. Si la creación del Estado de Israel en 1948 supuso la dolorosa separación entre el pueblo palestino y el mar Mediterráneo, el arrebatamiento del mar Muerto impide, además, que Palestina se favorezca de su recurso turístico más valioso en Cisjordania, que por el contrario reporta al Estado de Israel unos beneficios de 144 millones de dólares anuales. De esta manera, no es extraño encontrarse con muchos palestinos que jamás han visto el mar.
Junto al control de recursos básicos, la política colonial del Estado judío lleva años invirtiendo esfuerzos en destruir uno de los símbolos más característicos de la identidad del pueblo palestino: el olivo. Son más de 800 000 los olivos que Israel ha arrancado de raíz en Cisjordania en los últimos diez años, perjudicando así a la economía agraria palestina tradicionalmente dependiente de la cosecha de este árbol para la producción de aceite de oliva o jabones naturales, entre otros productos. Además, el tallado de madera de olivo para la fabricación de artesanía de tipo religioso que se vende a los turistas en la ciudad vieja de Belén constituye un sector de la industria palestina de suma importancia. De igual manera, el olivo es considerado como sagrado por los musulmanes y existen varias referencias al mismo en el Corán.
Sumado a los daños económicos derivados de la apropiación y el control de recursos naturales, el sistema de impuestos en los Territorios Ocupados, fruto de los Acuerdos de Oslo, tampoco favorece a la economía palestina. Esperando encontrarse con un estándar de vida mucho más barato que en capitales europeas como Madrid, uno se sorprende la primera vez que se adentra en un supermercado en Palestina. Repletas de productos israelíes, las estanterías de los pequeños establecimientos comerciales de Cisjordania ofrecen precios no aptos para todos los bolsillos. Y es que Palestina depende casi en su totalidad de los productos israelíes, a los que el Estado judío aplica el IVA y un impuesto por importaciones extranjeras en nombre de la Autoridad Palestina. Como resultado, Israel colecta los beneficios de las importaciones palestinas en nombre de la Autoridad, favoreciéndose enormemente de este sistema de doble impuesto. Por ejemplo, un paquete de tabaco cuesta en Palestina una media de 24 shekels, unos cinco euros y medio, mientras que en Jordania tan solo son siete, lo que equivale a menos de dos euros. En definitiva, el coste total de las políticas de la ocupación israelí en Cisjordania alcanza los 10 millones de dólares cada año, junto con 184,5 millones de dólares anuales debido a las restricciones de movimiento, lo que representa alrededor del 78 por ciento del producto interior bruto de Palestina.
Refugiados palestinos: un estatus permanente en el espacio y el tiempo
Cuando pensamos en campos de refugiados les conferimos, generalmente, un carácter temporal y los relacionamos con las imágenes de tiendas de campaña, barracones prefabricados y condiciones precarias tan presentes últimamente en los medios de comunicación. Si bien los campos de refugiados para palestinos instalados en Gaza y Cisjordania tras la Nakba en 1948 cumplían estos requisitos, lo cierto es que su permanencia en el espacio y el tiempo les ha obligado a evolucionar hasta convertirse en un elemento más del paisaje urbanístico de muchas ciudades palestinas. Configurándose como auténticos barrios, estos campos han ido desarrollado todas las infraestructuras necesarias para su supervivencia. Los refugios de hormigón que con los años sustituyeron a las tiendas de campaña fueron sumando pisos para alojar a los descendientes del mismo núcleo familiar. Otros muchos fueron directamente demolidos para construir en su lugar viviendas a la medida de las necesidades de cada familia.
La Agencia de la ONU para los Refugiados de Palestina (UNRWA, por sus siglas en inglés) define como refugiados palestinos a las “personas cuyo lugar de residencia habitual, entre junio de 1946 y mayo de 1948, era la Palestina histórica —o lo que es hoy el actual Estado de Israel— y que perdieron sus casas y medios de vida como consecuencia de la guerra. Los descendientes de esta población son también considerados refugiados por la Agencia”. Aproximadamente una tercera parte de la población refugiada del mundo es palestina. Sin bien la legislación internacional contempla el derecho al retorno de estas personas, el Estado de Israel no reconoce su estatus, no permite su regreso y mantiene la ocupación militar en los Territorios Palestinos. Además, la Nakba continúa hoy en día, ya que muchos palestinos siguen siendo expulsados cada día de sus hogares, pueblos y ciudades por la confiscación de tierras y la construcción de asentamientos israelíes ilegales en Cisjordania. Los palestinos víctimas de estos destierros son considerados desplazados internos y también se les concede el estatus de refugiados.
Los Territorios Palestinos Ocupados cuentan con un total de 27 campos de refugiados: 19 en Cisjordania y ocho en la Franja de Gaza. Aunque generalmente se trata de espacios reducidos en extensión, algunos campos como Dheisheh, en Belén, albergan hasta 15 000 personas. A pesar de que su condición de refugiados no les diferencia del resto de palestinos frente a la ley, los habitantes de estos campos quedan al amparo de la UNRWA y de la legislación internacional, y no de la Autoridad Palestina. Por tanto, la Agencia se hace responsable del mantenimiento y la rehabilitación de los campos, así como de la provisión de servicios básicos y de infraestructuras sanitarias y educativas. Sin embargo, otros aspectos sociales como las pensiones de jubilación no son atendidos por ningún organismo.
Pero la guerra del agua también amplía su campo de batalla al control del acceso al mar. La única manera de desplazarse hasta el mar Muerto desde cualquier punto de Cisjordania es en taxi y el viaje no es precisamente barato, pero uno no puede marcharse de aquí sin experimentar la particular sensación de flotar en el agua sin hacer esfuerzo alguno. Lo primero que nos advierte el taxista es que el chapuzón no nos saldrá gratis, pues el acceso a cualquier playa del mar Muerto en territorio cisjordano cuesta entre 50 y 80 shekels (entre 12 y 18 euros). Por su parte, nos informa de que en Israel las playas son de acceso gratuito. El territorio de Cisjordania que se encuentra junto al mar Muerto, así como el resto del valle del Jordán, es considerado área C, lo que significa que Israel ejerce pleno control civil y militar sobre esta zona. Si la creación del Estado de Israel en 1948 supuso la dolorosa separación entre el pueblo palestino y el mar Mediterráneo, el arrebatamiento del mar Muerto impide, además, que Palestina se favorezca de su recurso turístico más valioso en Cisjordania, que por el contrario reporta al Estado de Israel unos beneficios de 144 millones de dólares anuales. De esta manera, no es extraño encontrarse con muchos palestinos que jamás han visto el mar.
Junto al control de recursos básicos, la política colonial del Estado judío lleva años invirtiendo esfuerzos en destruir uno de los símbolos más característicos de la identidad del pueblo palestino: el olivo. Son más de 800 000 los olivos que Israel ha arrancado de raíz en Cisjordania en los últimos diez años, perjudicando así a la economía agraria palestina tradicionalmente dependiente de la cosecha de este árbol para la producción de aceite de oliva o jabones naturales, entre otros productos. Además, el tallado de madera de olivo para la fabricación de artesanía de tipo religioso que se vende a los turistas en la ciudad vieja de Belén constituye un sector de la industria palestina de suma importancia. De igual manera, el olivo es considerado como sagrado por los musulmanes y existen varias referencias al mismo en el Corán.
Sumado a los daños económicos derivados de la apropiación y el control de recursos naturales, el sistema de impuestos en los Territorios Ocupados, fruto de los Acuerdos de Oslo, tampoco favorece a la economía palestina. Esperando encontrarse con un estándar de vida mucho más barato que en capitales europeas como Madrid, uno se sorprende la primera vez que se adentra en un supermercado en Palestina. Repletas de productos israelíes, las estanterías de los pequeños establecimientos comerciales de Cisjordania ofrecen precios no aptos para todos los bolsillos. Y es que Palestina depende casi en su totalidad de los productos israelíes, a los que el Estado judío aplica el IVA y un impuesto por importaciones extranjeras en nombre de la Autoridad Palestina. Como resultado, Israel colecta los beneficios de las importaciones palestinas en nombre de la Autoridad, favoreciéndose enormemente de este sistema de doble impuesto. Por ejemplo, un paquete de tabaco cuesta en Palestina una media de 24 shekels, unos cinco euros y medio, mientras que en Jordania tan solo son siete, lo que equivale a menos de dos euros. En definitiva, el coste total de las políticas de la ocupación israelí en Cisjordania alcanza los 10 millones de dólares cada año, junto con 184,5 millones de dólares anuales debido a las restricciones de movimiento, lo que representa alrededor del 78 por ciento del producto interior bruto de Palestina.
Refugiados palestinos: un estatus permanente en el espacio y el tiempo
Cuando pensamos en campos de refugiados les conferimos, generalmente, un carácter temporal y los relacionamos con las imágenes de tiendas de campaña, barracones prefabricados y condiciones precarias tan presentes últimamente en los medios de comunicación. Si bien los campos de refugiados para palestinos instalados en Gaza y Cisjordania tras la Nakba en 1948 cumplían estos requisitos, lo cierto es que su permanencia en el espacio y el tiempo les ha obligado a evolucionar hasta convertirse en un elemento más del paisaje urbanístico de muchas ciudades palestinas. Configurándose como auténticos barrios, estos campos han ido desarrollado todas las infraestructuras necesarias para su supervivencia. Los refugios de hormigón que con los años sustituyeron a las tiendas de campaña fueron sumando pisos para alojar a los descendientes del mismo núcleo familiar. Otros muchos fueron directamente demolidos para construir en su lugar viviendas a la medida de las necesidades de cada familia.
La Agencia de la ONU para los Refugiados de Palestina (UNRWA, por sus siglas en inglés) define como refugiados palestinos a las “personas cuyo lugar de residencia habitual, entre junio de 1946 y mayo de 1948, era la Palestina histórica —o lo que es hoy el actual Estado de Israel— y que perdieron sus casas y medios de vida como consecuencia de la guerra. Los descendientes de esta población son también considerados refugiados por la Agencia”. Aproximadamente una tercera parte de la población refugiada del mundo es palestina. Sin bien la legislación internacional contempla el derecho al retorno de estas personas, el Estado de Israel no reconoce su estatus, no permite su regreso y mantiene la ocupación militar en los Territorios Palestinos. Además, la Nakba continúa hoy en día, ya que muchos palestinos siguen siendo expulsados cada día de sus hogares, pueblos y ciudades por la confiscación de tierras y la construcción de asentamientos israelíes ilegales en Cisjordania. Los palestinos víctimas de estos destierros son considerados desplazados internos y también se les concede el estatus de refugiados.
Los Territorios Palestinos Ocupados cuentan con un total de 27 campos de refugiados: 19 en Cisjordania y ocho en la Franja de Gaza. Aunque generalmente se trata de espacios reducidos en extensión, algunos campos como Dheisheh, en Belén, albergan hasta 15 000 personas. A pesar de que su condición de refugiados no les diferencia del resto de palestinos frente a la ley, los habitantes de estos campos quedan al amparo de la UNRWA y de la legislación internacional, y no de la Autoridad Palestina. Por tanto, la Agencia se hace responsable del mantenimiento y la rehabilitación de los campos, así como de la provisión de servicios básicos y de infraestructuras sanitarias y educativas. Sin embargo, otros aspectos sociales como las pensiones de jubilación no son atendidos por ningún organismo.
Si hay algo que caracteriza a campos de refugiados como Dheisheh es su inagotable vitalidad. Mientras que pasear por cualquier ciudad cisjordana a partir de medianoche implica estar prácticamente solo, uno encontrará las estrechas calles de Dheisheh especialmente transitadas cuando se esconde el sol. Jóvenes y no tan jóvenes se reúnen en diferentes rincones del campo para charlar y pasar el rato acompañados de sus familiares y amigos. Sin embargo, esta energía positiva de la que uno se contagia nada más pisar Dheisheh se ve interrumpida prácticamente todas las madrugadas por las Fuerzas de Defensa de Israel. Los campos de refugiados palestinos concentran un alto grado de activismo político relacionado directamente con la negación del derecho al retorno a lo que un día fueron sus hogares. Así, los refugiados suelen tomar parte activa en movimientos políticos que destacan por la lucha no violenta contra la ocupación. A pesar del carácter pacífico de estas actividades, aquellos que participan de ellas son un objetivo habitual del Ejército israelí, que penetra de madrugada en los hogares de estos refugiados para arrestarlos sin cargos. Esta política es conocida como “detención administrativa” y permite encarcelar a sospechosos sin juicios ni cargos por periodos de seis meses prorrogables. Se trata de una práctica heredada del Mandato británico de Palestina (1922-1948) para arrestar a aquellos que luchaban contra su dominio sin necesidad de aportar ninguna prueba en su contra.
En su versión actual, esta política permite a las autoridades israelíes detener a palestinos con base en las informaciones reunidas por los servicios de inteligencia, pero que son ocultadas al sospechoso y a sus abogados. Así, alrededor del 25 por ciento de la sociedad palestina ha estado en prisión en alguna ocasión, y en la actualidad son 750 los palestinos que se encuentran en detención administrativa. La razón por la que el Estado de Israel aplica de forma reiterada esta política reside en que los palestinos se rigen bajo la ley militar israelí cuando se trata de asuntos que el Estado judío considera susceptibles de afectar a la seguridad del país. Esto quiere decir que Israel aplica dos sistemas legales a un territorio que gobierna de facto: un sistema legal civil y criminal para los ciudadanos israelíes —colonos que residen en los asentamientos ilegales de Cisjordania— y un segundo sistema de carácter militar exclusivamente para los palestinos. El resultado es una discriminación sistemática en la que la ley es aplicada a una determinada persona con base en su nacionalidad y etnia, y donde cualquier actividad política, pacífica o no, es castigada con dureza. Más allá de las detenciones, las Fuerzas de Defensa de Israel también disparan con fuego real de manera frecuente cuando se adentran de madrugada en los campos de refugiados, por lo que resulta relativamente sencillo encontrarse con cantidad palestinos heridos de bala.
Asimismo, estas prácticas son también aplicadas a menores de edad. Actualmente, 414 niños palestinos de entre 12 y 18 años permanecen en cárceles israelíes en calidad de detenidos por razones de seguridad y como presos, incluyendo 13 menores bajo detención administrativa. El Estado judío es el único país en el mundo que procesa a niños en tribunales militares que carecen de garantías de un juicio imparcial. Desde el año 2000, al menos 8 000 menores palestinos han sido arrestados y procesados en el sistema israelí de detención militar, caracterizado por la tortura sistemática y los malos tratos. La mayoría de los menores detenidos son acusados de lanzar piedras, y tres de cada cuatro sufren violencia física durante su arresto, traslado o interrogatorio. Por su parte, el Estado judío no permite la aplicación de este sistema de tribunal militar a ningún menor israelí. No obstante, Israel aprobaba en agosto una ley civil que permite encarcelar a niños a partir de los 12 años de edad, aplicándose tanto a portadores de pasaporte israelí como de la Autoridad Palestina.
Hebrón: microcosmos de la ocupación
Si después del pequeño recorrido realizado por los Territorios Palestinos Ocupados son muchas las dudas que nos siguen surgiendo, la ciudad de Hebrón no hace más que intrincar el ya complejo puzle y confirmar la obviedad de la ocupación. Todos los elementos anteriormente descritos cobran forma en tan solo 7,95 km2. Hebrón es la ciudad más grande de toda Palestina y constituye el enlace entre Gaza y Cisjordania, y solía representar la zona con mayor tejido industrial y comercial. Pero si algo le caracteriza es el hecho de que constituye la única ciudad palestina donde los asentamientos israelíes ilegales están dentro de la urbe, en la propia ciudad vieja. En otras ciudades cisjordanas como Belén, Ramala o Nablus los asentamientos son construidos en zonas próximas a poblaciones palestinas, pero estos siempre quedan separados y delimitados por muros, vallas o bypass roads, por lo que no existe contacto alguno entre israelíes y palestinos.
La ciudad se encuentra dividida en dos áreas fruto del Protocolo de Hebrón, firmado en 1997 entre el entonces primer ministro de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Yasser Arafat, y el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. Como resultado, Hebrón quedaba fraccionada en dos sectores: H1, considerado área A y administrado de jure por la Autoridad Palestina, constituyendo el 80 por ciento de la ciudad; y H2, bajo control militar israelí por ser categorizado como área C, que incluye la ciudad vieja y los asentamientos israelíes ilegales allí establecidos. El corazón de la medina alberga la tumba de Ibrahim, centro espiritual tanto para judíos como para musulmanes. Así, el Protocolo de Hebrón dividía en dos lo que hasta entonces era la mezquita de Ibrahim y reservaba también un espacio para el culto judaico, que se constituyó como sinagoga para preservar la sagrada Tumba de los Patriarcas.
Entre los más de 170 000 palestinos que viven en Hebrón residen, además, unos 600 colonos que se instalaron de manera progresiva e ilegal en la ciudad. Repartidos en cuatro grandes asentamientos dentro de la ciudad vieja, estos colonos cuentan con 2 000 soldados desplegados de manera permanente que “velan por su seguridad”. A estas cifras hay que sumar los 7 100 colonos que viven en Kiryat Arba, fuera de los límites municipales de Hebrón, y que constituye el primer asentamiento ilegal que se estableció en toda Cisjordania. Fue construido en abril de 1968 siguiendo las políticas de ocupación resultantes de la guerra de los Seis Días después de que las autoridades israelíes confiscaran más de 4 km2 de tierra al este de la ciudad.
Un simple paseo por al-Khalil —como denominan los árabes a Hebrón, que significa literalmente “amigo”— es suficiente para percatarse de las tensiones que se viven diariamente en la ciudad. Los elementos de la ocupación son omnipresentes: soldados apostados en cada esquina, torres de vigilancia, checkpoints, vallas con alambre de espino y una infinidad de calles cortadas y sin salida. Los colonos de la ciudad vieja comenzaron a instalarse en las viviendas de la parte superior de los comercios, expulsando para ello a cientos de familias palestinas o comprando sus propiedades mediante coacción. Así, gran parte de los locales que quedaron bajo los asentamientos se vieron obligados a cerrar por las presiones constantes que sufrían, y a día de hoy son más de 600 las tiendas que han sellado sus puertas en el centro de la ciudad, unas vencidas por las agresiones directas de los colonos y otras como consecuencia de órdenes militares dictadas por el Estado judío. Aquellos comercios que aún permanecen abiertos tienen que lidiar con una violencia diaria que intentan suavizar, entre otras medidas, con el establecimiento de mallas metálicas que actúan como techos, pues una de las prácticas más empleadas por los colonos consiste en lanzar basura, excrementos e incluso productos químicos a través de las ventanas a quienes pasean por la medina.
En su versión actual, esta política permite a las autoridades israelíes detener a palestinos con base en las informaciones reunidas por los servicios de inteligencia, pero que son ocultadas al sospechoso y a sus abogados. Así, alrededor del 25 por ciento de la sociedad palestina ha estado en prisión en alguna ocasión, y en la actualidad son 750 los palestinos que se encuentran en detención administrativa. La razón por la que el Estado de Israel aplica de forma reiterada esta política reside en que los palestinos se rigen bajo la ley militar israelí cuando se trata de asuntos que el Estado judío considera susceptibles de afectar a la seguridad del país. Esto quiere decir que Israel aplica dos sistemas legales a un territorio que gobierna de facto: un sistema legal civil y criminal para los ciudadanos israelíes —colonos que residen en los asentamientos ilegales de Cisjordania— y un segundo sistema de carácter militar exclusivamente para los palestinos. El resultado es una discriminación sistemática en la que la ley es aplicada a una determinada persona con base en su nacionalidad y etnia, y donde cualquier actividad política, pacífica o no, es castigada con dureza. Más allá de las detenciones, las Fuerzas de Defensa de Israel también disparan con fuego real de manera frecuente cuando se adentran de madrugada en los campos de refugiados, por lo que resulta relativamente sencillo encontrarse con cantidad palestinos heridos de bala.
Asimismo, estas prácticas son también aplicadas a menores de edad. Actualmente, 414 niños palestinos de entre 12 y 18 años permanecen en cárceles israelíes en calidad de detenidos por razones de seguridad y como presos, incluyendo 13 menores bajo detención administrativa. El Estado judío es el único país en el mundo que procesa a niños en tribunales militares que carecen de garantías de un juicio imparcial. Desde el año 2000, al menos 8 000 menores palestinos han sido arrestados y procesados en el sistema israelí de detención militar, caracterizado por la tortura sistemática y los malos tratos. La mayoría de los menores detenidos son acusados de lanzar piedras, y tres de cada cuatro sufren violencia física durante su arresto, traslado o interrogatorio. Por su parte, el Estado judío no permite la aplicación de este sistema de tribunal militar a ningún menor israelí. No obstante, Israel aprobaba en agosto una ley civil que permite encarcelar a niños a partir de los 12 años de edad, aplicándose tanto a portadores de pasaporte israelí como de la Autoridad Palestina.
Hebrón: microcosmos de la ocupación
Si después del pequeño recorrido realizado por los Territorios Palestinos Ocupados son muchas las dudas que nos siguen surgiendo, la ciudad de Hebrón no hace más que intrincar el ya complejo puzle y confirmar la obviedad de la ocupación. Todos los elementos anteriormente descritos cobran forma en tan solo 7,95 km2. Hebrón es la ciudad más grande de toda Palestina y constituye el enlace entre Gaza y Cisjordania, y solía representar la zona con mayor tejido industrial y comercial. Pero si algo le caracteriza es el hecho de que constituye la única ciudad palestina donde los asentamientos israelíes ilegales están dentro de la urbe, en la propia ciudad vieja. En otras ciudades cisjordanas como Belén, Ramala o Nablus los asentamientos son construidos en zonas próximas a poblaciones palestinas, pero estos siempre quedan separados y delimitados por muros, vallas o bypass roads, por lo que no existe contacto alguno entre israelíes y palestinos.
La ciudad se encuentra dividida en dos áreas fruto del Protocolo de Hebrón, firmado en 1997 entre el entonces primer ministro de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Yasser Arafat, y el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu. Como resultado, Hebrón quedaba fraccionada en dos sectores: H1, considerado área A y administrado de jure por la Autoridad Palestina, constituyendo el 80 por ciento de la ciudad; y H2, bajo control militar israelí por ser categorizado como área C, que incluye la ciudad vieja y los asentamientos israelíes ilegales allí establecidos. El corazón de la medina alberga la tumba de Ibrahim, centro espiritual tanto para judíos como para musulmanes. Así, el Protocolo de Hebrón dividía en dos lo que hasta entonces era la mezquita de Ibrahim y reservaba también un espacio para el culto judaico, que se constituyó como sinagoga para preservar la sagrada Tumba de los Patriarcas.
Entre los más de 170 000 palestinos que viven en Hebrón residen, además, unos 600 colonos que se instalaron de manera progresiva e ilegal en la ciudad. Repartidos en cuatro grandes asentamientos dentro de la ciudad vieja, estos colonos cuentan con 2 000 soldados desplegados de manera permanente que “velan por su seguridad”. A estas cifras hay que sumar los 7 100 colonos que viven en Kiryat Arba, fuera de los límites municipales de Hebrón, y que constituye el primer asentamiento ilegal que se estableció en toda Cisjordania. Fue construido en abril de 1968 siguiendo las políticas de ocupación resultantes de la guerra de los Seis Días después de que las autoridades israelíes confiscaran más de 4 km2 de tierra al este de la ciudad.
Un simple paseo por al-Khalil —como denominan los árabes a Hebrón, que significa literalmente “amigo”— es suficiente para percatarse de las tensiones que se viven diariamente en la ciudad. Los elementos de la ocupación son omnipresentes: soldados apostados en cada esquina, torres de vigilancia, checkpoints, vallas con alambre de espino y una infinidad de calles cortadas y sin salida. Los colonos de la ciudad vieja comenzaron a instalarse en las viviendas de la parte superior de los comercios, expulsando para ello a cientos de familias palestinas o comprando sus propiedades mediante coacción. Así, gran parte de los locales que quedaron bajo los asentamientos se vieron obligados a cerrar por las presiones constantes que sufrían, y a día de hoy son más de 600 las tiendas que han sellado sus puertas en el centro de la ciudad, unas vencidas por las agresiones directas de los colonos y otras como consecuencia de órdenes militares dictadas por el Estado judío. Aquellos comercios que aún permanecen abiertos tienen que lidiar con una violencia diaria que intentan suavizar, entre otras medidas, con el establecimiento de mallas metálicas que actúan como techos, pues una de las prácticas más empleadas por los colonos consiste en lanzar basura, excrementos e incluso productos químicos a través de las ventanas a quienes pasean por la medina.
Sin duda alguna, la circunstancia que más impresiona a quien visita por primera vez al-Khalil es el ambiente fantasmal que se respira en su calle principal. La calle Shuhada conecta la ciudad de este a oeste, pero solo sobre el mapa. En la realidad, esta avenida sufre un cierre casi permanente que prohíbe la entrada a los palestinos, y es custodiada por un checkpoint en cada uno de sus accesos. Así, ni siquiera los pocos palestinos que aún residen en esta calle pueden acceder con normalidad a sus casas, y para llegar a ellas tienen que atravesar, en muchas ocasiones, el interior de otras viviendas fuera del cerco israelí que acaban por conectar con ellas. Una vez más, nuestro pasaporte europeo nos permite el acceso sin miramientos a la calle Shuhada tras atravesar el checkpoint pertinente. Sin embargo, no son pocos los internacionales que han sufrido agresiones por parte de colonos cuando paseaban por la desierta avenida principal, los cuales gozan de la complicidad de los soldados allí desplegados. Por supuesto, son los palestinos quienes sufren de manera más extrema la impasividad de la presencia militar en su propia ciudad, así como una inseguridad constante por el derecho de los colonos a portar armas.
Pero esta situación de extrema tensión y violencia no siempre ha caracterizado a Hebrón. Muy al contrario, musulmanes y judíos coexistieron en paz y armonía durante siglos, cuando muchos judíos expulsados de España en 1492 se trasladaron a esta ciudad. Fue la llegada del movimiento sionista la que desestabilizó el equilibrio de fuerzas y desencadenó la violencia en Hebrón. La población judía que hasta el momento residía en la ciudad no era de corte sionista y no aspiraban a la creación de un Estado judío, sino que inmigró a la ciudad por motivaciones religiosas y místicas, ya que Hebrón es conocida por albergar la Tumba de los Patriarcas, un destacado lugar religioso para el islam y el judaísmo. Sin embargo, en la década de 1920 se extendió el rumor desde Jerusalén de que los sionistas habían llegado a Tierra Santa para apropiarse de la tierra palestina y asesinar a los árabes que allí residían. Tras la noticia de que supuestamente los judíos estaban masacrando a árabes en Jerusalén, el miedo se extendió y los árabes de Hebrón irrumpieron en el barrio judío, asesinando a 67 de ellos. Muchos de los judíos que sobrevivieron a la masacre fueron salvados por sus amigos musulmanes, que los rescataron y escondieron de la multitud enfurecida. Tras estos sucesos, la totalidad de la comunidad judía abandonó Hebrón.
No fue hasta 1968 cuando un grupo de unos treinta judíos llegaron a la ciudad bajo el disfraz de turistas para celebrar la Pascua judía en un céntrico hotel de la ciudad vieja. Cuando el grupo manifestó su intención de quedarse de manera indefinida, el ministro de Defensa israelí ordenó su evacuación, pero pronto acordó su reubicación cerca de la base militar que más tarde se convertiría en el asentamiento de Kiryat Arba. La presencia de colonos israelíes creció rápidamente, y en 1972 eran ya 20 las familias judías que ocupaban ilegalmente hogares que pertenecían a palestinos. Estos colonos alegaban que su presencia en Hebrón representaba una “continuación” de la minoría judía que vivió en la ciudad antes de la creación del Estado de Israel, a pesar de la intención de la antigua comunidad judía de desvincularse de estos, llegando a firmar una petición pública en 1996 para pedir su evacuación de la ciudad. A diferencia de los que habitaron Hebrón con anterioridad, los judíos actuales viven completamente aislados de sus vecinos palestinos.
Conocer el carácter y la particularidad de la ciudad Hebrón resulta clave para entender el conflicto palestino-israelí en su totalidad. Algo que tiende a obviarse cuando se explica la historia de este eterno enfrentamiento es que fue la denominada masacre de Hebrón de 1994 la que dio lugar a la creación del brazo armado de Hamás. El 25 de febrero de ese año, el judío ultraortodoxo Baruch Goldstein entró en la mezquita de Ibrahim con varias granadas y un rifle M-16 y disparó indiscriminadamente contra los fieles que se encontraban allí rezando, asesinando a 29 e hiriendo a más de 120. Cuando se quedó sin munición, también él fue asesinado a golpes por los supervivientes de la masacre, lo que le convertiría en mártir para la comunidad judía. Este suceso, además de enturbiar el proceso de paz —los Acuerdos de Oslo se firmaban tan solo un año antes, en 1993—, generó una respuesta extrema de ciertos grupos palestinos, que iniciaron una ola de atentados en las grandes ciudades israelíes. Entre ellos se encontraban las Brigadas de Ezzeldin Al-Qassam, rama armada de Hamás, organización palestina que hasta el momento apostaba por una lucha no violenta contra la ocupación.
Este clima de tensión extrema, con sus inevitables altibajos, se prolonga hasta nuestros días, y son los propios hebronitas los que reconocen que se ha producido un proceso de normalización de la violencia en el que ya no sorprenden las muertes diarias. Consultar las páginas de medios locales y comprobar que otro niño o adulto palestino ha sido masacrado en Hebrón por las Fuerzas de Seguridad de Israel sin justificación aparente constituye la prueba de que el conflicto se encuentra en un punto de no retorno. Este análisis, no obstante, es aplicable a Palestina en su totalidad, y prueba de ello es que la (mal o bien) denomina Tercera Intifada se ha cobrado ya 72 vidas desde el pasado octubre. Este estancamiento se debe, por un lado, a un inmovilismo político y a una clara falta de liderazgo donde la Autoridad Palestina se presenta para el grueso del pueblo palestino como marioneta y cómplice del Estado judío. Por otro lado, se atribuye también a una comunidad internacional que, no satisfecha con hacer la vista gorda y permitir que Israel viole de manera sistemática el derecho internacional, respalda económicamente al Estado judío para que este siga nutriéndose de los instrumentos necesarios para implementar sus políticas de apartheid.
Como la práctica totalidad de extranjeros que pisamos estas tierras, tarde o temprano llega el día en que nos marchamos y volvemos a nuestros cómodos hogares. El pueblo palestino, por su parte, permanece aquí, por voluntad o por imposición. Si bien contar estas historias al mundo no cambia ni un fragmento de la realidad del conflicto ni de sus protagonistas, el simple hecho de prestar atención a lo que sucede en los Territorios Ocupados constituye un paso de gigante para sus habitantes. Conscientes de su difícil situación, insisten una y otra vez en que el mundo necesita saber lo que aquí acontece para que no caigan en el olvido. Y nos contagian, con su sonrisa permanente y su lucha inspiradora, de un halo de esperanza que nos ayuda a madrugar y a escribir como si nos fuera la vida en ello. “Confía en el cambio, no importa lo estúpido que te sientas por creer en ello”, aconsejan constantemente por aquí. Porque la lucha del pueblo palestino se basa en la resistencia a través de la existencia.
Pies de foto:
-Fotografía 1: Vistas del área de Hebrón desde la colina Tel Rumeida.
-Fotografía 2: El muro de segregación visto desde el campo de refugiados de Aida, en Belén.
-Fotografía 3: El asentamiento israelí de Har Homa, entre Belén y Jerusalén Este, tiene una población de más de 25 000 personas.
-Fotografía 4: Judíos israelíes celebran el 5 de junio lo que consideran la "reunificación" de Jerusalén en 1967.
-Fotografía 5: Las calles del campo de refugiados de Dheisheh, en Belén, están repletas de carteles y pintadas de apoyo a sus mártires y en contra de las políticas del Estado de Israel.
-Fotografía 6: El campo de refugiados de Aida alberga una vitalidad inagotable a cualquier hora del día.
-Fotografía 7: Adolescentes del campo de refugiados de Aida se reúnen para pasar la tarde en compañía de sus amigos.
-Fotografía 8: El cierre casi permanente de la calle Shuhada, custodiada por checkpoints en sus puntos de acceso, restringe la libertad de movimiento a los residentes de Hebrón.
-Fotografía 9: Ahmad Jaradat, residente de Hebrón y políticamente activo en la lucha contra la ocupación.
Pero esta situación de extrema tensión y violencia no siempre ha caracterizado a Hebrón. Muy al contrario, musulmanes y judíos coexistieron en paz y armonía durante siglos, cuando muchos judíos expulsados de España en 1492 se trasladaron a esta ciudad. Fue la llegada del movimiento sionista la que desestabilizó el equilibrio de fuerzas y desencadenó la violencia en Hebrón. La población judía que hasta el momento residía en la ciudad no era de corte sionista y no aspiraban a la creación de un Estado judío, sino que inmigró a la ciudad por motivaciones religiosas y místicas, ya que Hebrón es conocida por albergar la Tumba de los Patriarcas, un destacado lugar religioso para el islam y el judaísmo. Sin embargo, en la década de 1920 se extendió el rumor desde Jerusalén de que los sionistas habían llegado a Tierra Santa para apropiarse de la tierra palestina y asesinar a los árabes que allí residían. Tras la noticia de que supuestamente los judíos estaban masacrando a árabes en Jerusalén, el miedo se extendió y los árabes de Hebrón irrumpieron en el barrio judío, asesinando a 67 de ellos. Muchos de los judíos que sobrevivieron a la masacre fueron salvados por sus amigos musulmanes, que los rescataron y escondieron de la multitud enfurecida. Tras estos sucesos, la totalidad de la comunidad judía abandonó Hebrón.
No fue hasta 1968 cuando un grupo de unos treinta judíos llegaron a la ciudad bajo el disfraz de turistas para celebrar la Pascua judía en un céntrico hotel de la ciudad vieja. Cuando el grupo manifestó su intención de quedarse de manera indefinida, el ministro de Defensa israelí ordenó su evacuación, pero pronto acordó su reubicación cerca de la base militar que más tarde se convertiría en el asentamiento de Kiryat Arba. La presencia de colonos israelíes creció rápidamente, y en 1972 eran ya 20 las familias judías que ocupaban ilegalmente hogares que pertenecían a palestinos. Estos colonos alegaban que su presencia en Hebrón representaba una “continuación” de la minoría judía que vivió en la ciudad antes de la creación del Estado de Israel, a pesar de la intención de la antigua comunidad judía de desvincularse de estos, llegando a firmar una petición pública en 1996 para pedir su evacuación de la ciudad. A diferencia de los que habitaron Hebrón con anterioridad, los judíos actuales viven completamente aislados de sus vecinos palestinos.
Conocer el carácter y la particularidad de la ciudad Hebrón resulta clave para entender el conflicto palestino-israelí en su totalidad. Algo que tiende a obviarse cuando se explica la historia de este eterno enfrentamiento es que fue la denominada masacre de Hebrón de 1994 la que dio lugar a la creación del brazo armado de Hamás. El 25 de febrero de ese año, el judío ultraortodoxo Baruch Goldstein entró en la mezquita de Ibrahim con varias granadas y un rifle M-16 y disparó indiscriminadamente contra los fieles que se encontraban allí rezando, asesinando a 29 e hiriendo a más de 120. Cuando se quedó sin munición, también él fue asesinado a golpes por los supervivientes de la masacre, lo que le convertiría en mártir para la comunidad judía. Este suceso, además de enturbiar el proceso de paz —los Acuerdos de Oslo se firmaban tan solo un año antes, en 1993—, generó una respuesta extrema de ciertos grupos palestinos, que iniciaron una ola de atentados en las grandes ciudades israelíes. Entre ellos se encontraban las Brigadas de Ezzeldin Al-Qassam, rama armada de Hamás, organización palestina que hasta el momento apostaba por una lucha no violenta contra la ocupación.
Este clima de tensión extrema, con sus inevitables altibajos, se prolonga hasta nuestros días, y son los propios hebronitas los que reconocen que se ha producido un proceso de normalización de la violencia en el que ya no sorprenden las muertes diarias. Consultar las páginas de medios locales y comprobar que otro niño o adulto palestino ha sido masacrado en Hebrón por las Fuerzas de Seguridad de Israel sin justificación aparente constituye la prueba de que el conflicto se encuentra en un punto de no retorno. Este análisis, no obstante, es aplicable a Palestina en su totalidad, y prueba de ello es que la (mal o bien) denomina Tercera Intifada se ha cobrado ya 72 vidas desde el pasado octubre. Este estancamiento se debe, por un lado, a un inmovilismo político y a una clara falta de liderazgo donde la Autoridad Palestina se presenta para el grueso del pueblo palestino como marioneta y cómplice del Estado judío. Por otro lado, se atribuye también a una comunidad internacional que, no satisfecha con hacer la vista gorda y permitir que Israel viole de manera sistemática el derecho internacional, respalda económicamente al Estado judío para que este siga nutriéndose de los instrumentos necesarios para implementar sus políticas de apartheid.
Como la práctica totalidad de extranjeros que pisamos estas tierras, tarde o temprano llega el día en que nos marchamos y volvemos a nuestros cómodos hogares. El pueblo palestino, por su parte, permanece aquí, por voluntad o por imposición. Si bien contar estas historias al mundo no cambia ni un fragmento de la realidad del conflicto ni de sus protagonistas, el simple hecho de prestar atención a lo que sucede en los Territorios Ocupados constituye un paso de gigante para sus habitantes. Conscientes de su difícil situación, insisten una y otra vez en que el mundo necesita saber lo que aquí acontece para que no caigan en el olvido. Y nos contagian, con su sonrisa permanente y su lucha inspiradora, de un halo de esperanza que nos ayuda a madrugar y a escribir como si nos fuera la vida en ello. “Confía en el cambio, no importa lo estúpido que te sientas por creer en ello”, aconsejan constantemente por aquí. Porque la lucha del pueblo palestino se basa en la resistencia a través de la existencia.
Pies de foto:
-Fotografía 1: Vistas del área de Hebrón desde la colina Tel Rumeida.
-Fotografía 2: El muro de segregación visto desde el campo de refugiados de Aida, en Belén.
-Fotografía 3: El asentamiento israelí de Har Homa, entre Belén y Jerusalén Este, tiene una población de más de 25 000 personas.
-Fotografía 4: Judíos israelíes celebran el 5 de junio lo que consideran la "reunificación" de Jerusalén en 1967.
-Fotografía 5: Las calles del campo de refugiados de Dheisheh, en Belén, están repletas de carteles y pintadas de apoyo a sus mártires y en contra de las políticas del Estado de Israel.
-Fotografía 6: El campo de refugiados de Aida alberga una vitalidad inagotable a cualquier hora del día.
-Fotografía 7: Adolescentes del campo de refugiados de Aida se reúnen para pasar la tarde en compañía de sus amigos.
-Fotografía 8: El cierre casi permanente de la calle Shuhada, custodiada por checkpoints en sus puntos de acceso, restringe la libertad de movimiento a los residentes de Hebrón.
-Fotografía 9: Ahmad Jaradat, residente de Hebrón y políticamente activo en la lucha contra la ocupación.