Airbnb y la canción del verano
Por Adri V. Barbón. Publicado en el número 12 (diciembre 2019).
Antes de Spotify, de Youtube y de los realities donde jóvenes estrellas del karaoke de su barrio acuden con el sueño de ser los reyes del mambo, y antes incluso de la MTV (cuando aún era una cadena de música), la industria radiofónica ya se las había ingeniado para idear un método con el que lanzar al personal al estrellato, a las listas de ventas, al fenómeno viral: los festivales de la canción.
Al parecer, fue a los italianos a quienes se les ocurrió en los cincuenta ir al casino y montar un tinglado musical para frotarse las manos mientras calculaban cuántas liras sacarían de la canción ganadora. Entonces el liberalismo económico vio que aquello era bueno y los festivales proliferaron: el Festival de la Canción Mediterránea, el Festival Internacional de la Canción de Benidorm, el Festival de la OTI... Algunos sobreviven, como el de Eurovisión, y a otros simplemente se les acabó la fiesta, porque el liberalismo económico no da limosna.
En algún momento, los italianos se dieron cuenta de que solo se frotaban las manos en invierno con el Festival de la Canción de San Remo, así que extendieron la Navidad a todo el año ideando, una década después, Un disco per l’estate. Un disco para el verano que tendría, cómo no, su canción del verano. Y el liberalismo económico vio que aquello era bueno porque ¿cómo no vamos a explotar un recurso hasta el máximo sacando el mayor beneficio posible sin tener en cuenta si estamos acabando con el propio recurso? ¿Cómo vamos a pensar en nada que no sea obtener un máximo beneficio en el menor tiempo posible? ¿Acaso somos unos melenudos?, ¿unos hippies?
Esa idea de la canción del verano, ese concepto de melodía pegadiza (pegajosa, en algunos casos), simple, alegre, repetitiva y que eres capaz de tararear el resto de tu vida aunque no logres recordar qué narices cenaste hace dos noches ni el cumpleaños de tu padre, gustó muchísimo intramuros. Era la España de los años sesenta. Un país que era todo aperturismo, turistas y fingidas buenas caras. Un país que con «tres manolos que nadie puede tener en el mundo entero» se afanó en reventar las verbenas y la industria del turismo añadiendo la canción del verano al sol, a la arena, a las construcciones a pie de playa, al biquini, a los toros y a los decretos variopintos como el del menú del día (aunque esta es otra historia).
Ahí estábamos nosotros en el germen de la sobreexplotación turística, en el germen del balconing, el mamading y la turistificación, tarareando felices que sería maravilloso viajar hasta Mallorca sin necesidad de coger el barco o el avión sin la más mínima sospecha de lo que se nos venía encima porque el lenguaje es caprichoso y suele ir detrás de la idea a la que nombra. Los fauvistas no supieron que lo eran hasta después de su primera exposición. Ya estaba ahí la pedofrastia y no sabíamos nombrarla (¿es que nadie va a pensar en los niños?). Tenía Dios la idea del universo y no pudo hacer nada sin el verbo.
Han pasado cinco décadas desde que Los Mismos arrasaron con El puente. Ha cambiado la industria de la música. Hemos superado la MTV, flojean los realities y accedemos a la música a través de Youtube, Sonos, Deezer... Hasta puedes subir tus temas a la red y llegar al mundo. Puedes recurrir al micromecenazgo, a la ilusión de la economía colaborativa. Y no solo afecta a la industria de la música, sino también al transporte y al turismo; también a nuestras vidas.
Al principio del proceso no sabíamos que se trataba de gentrificación. Ahora, con la proliferación de aplicaciones con las que alquilar viviendas, estamos dejando a esa gentry inicial en pañales. Lo que sucede ya es otra cosa que no sabemos muy bien cómo nombrar. Aumenta el número de gente que trabaja por temporadas y decide quedarse en sus lugares de origen porque cada vez es más difícil encontrar una vivienda vacía, afrontar los gastos incluso compartiendo y eso no sabemos qué es, cómo llamarlo. Empiezo a pensar que, mientras bautizamos el proceso, mientras le encontramos un nombre que responda a esta nueva realidad, sería maravilloso que construyeran puentes de Valencia y Barcelona hasta Mallorca, de Mallorca a Ibiza, de Ibiza a Benidorm... Porque, entre otras muchas cosas, como ampliar las rutas y los servicios de Uber, mientras empleamos todas las viviendas en competir con los hoteles, en algún lugar tendrán que vivir los vecinos.
Al parecer, fue a los italianos a quienes se les ocurrió en los cincuenta ir al casino y montar un tinglado musical para frotarse las manos mientras calculaban cuántas liras sacarían de la canción ganadora. Entonces el liberalismo económico vio que aquello era bueno y los festivales proliferaron: el Festival de la Canción Mediterránea, el Festival Internacional de la Canción de Benidorm, el Festival de la OTI... Algunos sobreviven, como el de Eurovisión, y a otros simplemente se les acabó la fiesta, porque el liberalismo económico no da limosna.
En algún momento, los italianos se dieron cuenta de que solo se frotaban las manos en invierno con el Festival de la Canción de San Remo, así que extendieron la Navidad a todo el año ideando, una década después, Un disco per l’estate. Un disco para el verano que tendría, cómo no, su canción del verano. Y el liberalismo económico vio que aquello era bueno porque ¿cómo no vamos a explotar un recurso hasta el máximo sacando el mayor beneficio posible sin tener en cuenta si estamos acabando con el propio recurso? ¿Cómo vamos a pensar en nada que no sea obtener un máximo beneficio en el menor tiempo posible? ¿Acaso somos unos melenudos?, ¿unos hippies?
Esa idea de la canción del verano, ese concepto de melodía pegadiza (pegajosa, en algunos casos), simple, alegre, repetitiva y que eres capaz de tararear el resto de tu vida aunque no logres recordar qué narices cenaste hace dos noches ni el cumpleaños de tu padre, gustó muchísimo intramuros. Era la España de los años sesenta. Un país que era todo aperturismo, turistas y fingidas buenas caras. Un país que con «tres manolos que nadie puede tener en el mundo entero» se afanó en reventar las verbenas y la industria del turismo añadiendo la canción del verano al sol, a la arena, a las construcciones a pie de playa, al biquini, a los toros y a los decretos variopintos como el del menú del día (aunque esta es otra historia).
Ahí estábamos nosotros en el germen de la sobreexplotación turística, en el germen del balconing, el mamading y la turistificación, tarareando felices que sería maravilloso viajar hasta Mallorca sin necesidad de coger el barco o el avión sin la más mínima sospecha de lo que se nos venía encima porque el lenguaje es caprichoso y suele ir detrás de la idea a la que nombra. Los fauvistas no supieron que lo eran hasta después de su primera exposición. Ya estaba ahí la pedofrastia y no sabíamos nombrarla (¿es que nadie va a pensar en los niños?). Tenía Dios la idea del universo y no pudo hacer nada sin el verbo.
Han pasado cinco décadas desde que Los Mismos arrasaron con El puente. Ha cambiado la industria de la música. Hemos superado la MTV, flojean los realities y accedemos a la música a través de Youtube, Sonos, Deezer... Hasta puedes subir tus temas a la red y llegar al mundo. Puedes recurrir al micromecenazgo, a la ilusión de la economía colaborativa. Y no solo afecta a la industria de la música, sino también al transporte y al turismo; también a nuestras vidas.
Al principio del proceso no sabíamos que se trataba de gentrificación. Ahora, con la proliferación de aplicaciones con las que alquilar viviendas, estamos dejando a esa gentry inicial en pañales. Lo que sucede ya es otra cosa que no sabemos muy bien cómo nombrar. Aumenta el número de gente que trabaja por temporadas y decide quedarse en sus lugares de origen porque cada vez es más difícil encontrar una vivienda vacía, afrontar los gastos incluso compartiendo y eso no sabemos qué es, cómo llamarlo. Empiezo a pensar que, mientras bautizamos el proceso, mientras le encontramos un nombre que responda a esta nueva realidad, sería maravilloso que construyeran puentes de Valencia y Barcelona hasta Mallorca, de Mallorca a Ibiza, de Ibiza a Benidorm... Porque, entre otras muchas cosas, como ampliar las rutas y los servicios de Uber, mientras empleamos todas las viviendas en competir con los hoteles, en algún lugar tendrán que vivir los vecinos.