A rueda
Texto y fotografías por Iván Castillo Otero. Publicado en el número 9 (noviembre 2016).
Etapa prólogo
Última hora de la tarde en el aeropuerto Charles de Gaulle. Es sábado y el ir y venir de viajeros es incesante. Arrastro la maleta por varios pasillos hasta que llego al RER (Réseau Express Régional). Sentado en el tren que une el aeródromo con el centro de París reflexiono sobre Francia. A menudo hemos sucumbido desde la península a la tentación de mirar con admiración (y, en muchos casos, con envidia) a la cara norte de los Pirineos, donde se encuentra esta nación que ya por eslogan hace un llamamiento a la libertad, la fraternidad y la igualdad. Ahora, en este 23 de julio del 2016, los franceses me reciben peleando en las calles contra una reforma laboral a la española promovida por un gobierno liderado (sobre el papel) por un socialista. Quién nos iba a decir que iban a ser ellos los que miraran a la ladera sur de la antes citada cordillera para tomar como ejemplo una ley tan regresiva para los trabajadores.
Apenas he pasado por dos o tres estaciones y el vagón va a rebosar. Tras mirar a mis compañeros de viaje, me pregunto cómo se puede ser racista en Francia y cómo se puede creer en los mensajes xenófobos del Frente Nacional. En un habitáculo de medidas modestas vamos blancos (la gran mayoría nos hemos subido en el aeropuerto), negros, asiáticos o personas con rasgos faciales propios de Argelia, Túnez o Marruecos.
Al igual que cayó el imperio colonial francés (que dejó este mestizaje en la metrópolis), parece que se desmiembra el proyecto común europeo. Tras perder las colonias, Charles de Gaulle, como presidente de la República Francesa, lo impulsó. Fue un cambio de política exterior obligado en una nación que abandonó sus planes colonialistas para construir lo que hoy conocemos como Unión Europea. Es probable que viera con pesar cómo los populismos de aquí y de allá aprovechan, entre otras cosas, el terrorismo que azota Francia para mezclarlo miserablemente con la inmigración y pedir su salida de las instituciones comunitarias o dejar de cumplir lo acordado en las reuniones de Bruselas.
El terrorismo es uno de los factores que hace que esta visita a París sea diferente a las anteriores que he hecho. Desde la última vez que estuve, Francia se ha desangrado en la redacción de Charlie Hebdo, en Bataclan, en Le Carillon y en el paseo de los Ingleses de Niza. Se vive en una falsa normalidad en la que la gente se gira con rostro tenso cuando alguien hace un ruido inesperado en la calle.
Llego a la estación de Châtelet-Les Halles, la más cercana a mi hotel. Aún no ha anochecido. Cuesta andar por la acera tirando de la maleta con tantos transeúntes. En unas horas, cuando caiga la noche, daré una vuelta por la plaza de la Concordia y la zona de las Tullerías. Allí está situado el arco del último kilómetro de la etapa final del Tour de Francia, que llega mañana a la capital francesa, y de La Course femenina. La presencia policial es más que evidente. Normalidad.
Última hora de la tarde en el aeropuerto Charles de Gaulle. Es sábado y el ir y venir de viajeros es incesante. Arrastro la maleta por varios pasillos hasta que llego al RER (Réseau Express Régional). Sentado en el tren que une el aeródromo con el centro de París reflexiono sobre Francia. A menudo hemos sucumbido desde la península a la tentación de mirar con admiración (y, en muchos casos, con envidia) a la cara norte de los Pirineos, donde se encuentra esta nación que ya por eslogan hace un llamamiento a la libertad, la fraternidad y la igualdad. Ahora, en este 23 de julio del 2016, los franceses me reciben peleando en las calles contra una reforma laboral a la española promovida por un gobierno liderado (sobre el papel) por un socialista. Quién nos iba a decir que iban a ser ellos los que miraran a la ladera sur de la antes citada cordillera para tomar como ejemplo una ley tan regresiva para los trabajadores.
Apenas he pasado por dos o tres estaciones y el vagón va a rebosar. Tras mirar a mis compañeros de viaje, me pregunto cómo se puede ser racista en Francia y cómo se puede creer en los mensajes xenófobos del Frente Nacional. En un habitáculo de medidas modestas vamos blancos (la gran mayoría nos hemos subido en el aeropuerto), negros, asiáticos o personas con rasgos faciales propios de Argelia, Túnez o Marruecos.
Al igual que cayó el imperio colonial francés (que dejó este mestizaje en la metrópolis), parece que se desmiembra el proyecto común europeo. Tras perder las colonias, Charles de Gaulle, como presidente de la República Francesa, lo impulsó. Fue un cambio de política exterior obligado en una nación que abandonó sus planes colonialistas para construir lo que hoy conocemos como Unión Europea. Es probable que viera con pesar cómo los populismos de aquí y de allá aprovechan, entre otras cosas, el terrorismo que azota Francia para mezclarlo miserablemente con la inmigración y pedir su salida de las instituciones comunitarias o dejar de cumplir lo acordado en las reuniones de Bruselas.
El terrorismo es uno de los factores que hace que esta visita a París sea diferente a las anteriores que he hecho. Desde la última vez que estuve, Francia se ha desangrado en la redacción de Charlie Hebdo, en Bataclan, en Le Carillon y en el paseo de los Ingleses de Niza. Se vive en una falsa normalidad en la que la gente se gira con rostro tenso cuando alguien hace un ruido inesperado en la calle.
Llego a la estación de Châtelet-Les Halles, la más cercana a mi hotel. Aún no ha anochecido. Cuesta andar por la acera tirando de la maleta con tantos transeúntes. En unas horas, cuando caiga la noche, daré una vuelta por la plaza de la Concordia y la zona de las Tullerías. Allí está situado el arco del último kilómetro de la etapa final del Tour de Francia, que llega mañana a la capital francesa, y de La Course femenina. La presencia policial es más que evidente. Normalidad.
Primera etapa: 24 de julio
No es un domingo cualquiera para París. Amanece engalanada para recibir al pelotón ciclista de la grande boucle, que llega tras recorrer veintiuna etapas en veintitrés días. La calle Rivoli es un hervidero de aficionados que ya caminan hacia las Tullerías cuando aún faltan más de tres horas para que comiencen a dar pedaladas en La Course y unas seis para que llegue el Tour. No son pocos los que han optado por vestirse con los colores tradicionales de la carrera y las camisetas amarillas, verdes y blancas con motas rojas prevalecen por encima de las demás. La hinchada noruega, fiel a su cita anual, ya está avituallándose en la salida del túnel de la avenida Général Lemonnier, frente a la estatua de Juana de Arco. Un clásico.
Policías vigilan los accesos a los puntos calientes controlando bolsos y mochilas. Otros agentes desfilan de aquí a allá y ultiman el operativo de seguridad. Tras la Eurocopa de fútbol, esta es una jornada sensible en lo que a alerta terrorista se refiere. En 1999 tuve la suerte de disfrutar de este mismo evento deportivo en la capital francesa y tengo con qué comparar. Por poner un par de ejemplos, aquel día no había un efectivo policial cada doscientos metros a lo largo del circuito y no me registraron por si pudiera llevar algún paquete sospechoso. Los parisinos están muy comprometidos con los gendarmes. Nadie rechista ante las peticiones de estos. Están agradecidos por su entrega en la lucha contra el terrorismo yihadista y los recompensan con aplausos cada vez que caminan cerca del vallado de la prueba.
A la hora de comer y bajo un sol de justicia, los Campos Elíseos acogen la salida de La Course. Es una carrera femenina que la dirección del Tour de Francia creó en el año 2014 tras las peticiones de importantes corredoras. Dan un total de trece vueltas (89 kilómetros) al circuito que por la tarde recorrerán los hombres. Muchos creen que realmente se ayudaría más al ciclismo femenino creando un Tour de Francia de mujeres y no con una etapa de un día. Menos es nada, pero la crítica se entiende. Mientras el país se paraliza durante veintiuna etapas por el paso de ellos y las televisiones de todo el mundo lo retransmiten en riguroso directo, ellas solo tienen la suerte de exhibirse un día por París y sin la cobertura mediática que merecerían. Son las teloneras. Eso sí, el público responde y las anima con ganas.
Las primeras vueltas de La Course transcurren con el pelotón unido y con esporádicas fugas. Cuando falta una vuelta para el desenlace final, se produce una caída frente a la posición en la que me encuentro. Corro para ver qué sucede. Fruto de un enganchón, varias corredoras han dado con sus huesos en el suelo. Parece que todas están bien, se levantan y continúan su marcha. Solo queda una, que está siendo atendida por el médico de la prueba. Tiene una brecha profunda bajo la rodilla y sangra bastante. Con atención, sigo la disputa dialéctica que mantienen. Él le informa de que el golpe que se ha llevado es fuerte, que tan solo queda un giro al circuito y que se retire tranquilamente. Ella lo mira atónita. Le responde que cómo se va a retirar, que le coloque un vendaje sobre la zona dañada y que quiere seguir. La cara del personal sanitario denota resignación. Tiene pinta de que esta conversación ya la ha tenido más veces con otras ciclistas. Julie Leth, danesa de 24 años que porta el dorsal 145, se sube con rostro de dolor a la bicicleta y continúa. El corte era feo y profundo, pero los que compiten en ciclismo a nivel profesional están hechos de otra pasta. La igualdad es máxima y La Course se resuelve en una llegada masiva. Gana la australiana Chloe Hosking, el segundo puesto es para la finlandesa Lotta Lepistö y el tercero para la holandesa Marianne Vos.
Minutos antes de las cuatro de la tarde, el sol aprieta con fuerza sobre el público que se agolpa en las Tullerías, pero allí nadie se mueve. Mientras esperan el paso de la caravana publicitaria del Tour y la llegada del pelotón masculino, vendedores sin licencia ofrecen botellines de agua por un euro la unidad. No logran escapar de las fuerzas de seguridad, que les requisan la mercancía y las ganancias. Uno se pregunta si no podían tener algo más de mano izquierda.
Hace rato que han dado las seis de la tarde y veo a lo lejos cómo los noruegos comienzan a agitar las banderas en su curva. Es el aviso inequívoco de que llega el pelotón. No es la primera vez que vivo esto, pero sigue siendo un momento muy emocionante para los que amamos este deporte. La ronda gala son palabras mayores. Dicen que el carné de ciclista se gana cuando se consigue finalizar el Tour de Francia y en esta edición se repartirán 174 de estas ficticias acreditaciones. El protocolo no escrito marca que en la primera vuelta el pelotón estará encabezado por el equipo del líder, pero en esta ocasión el Sky de Chris Froome deja que Joaquim Rodríguez, que en una de las jornadas de descanso anunció su adiós al ciclismo, circule en solitario abriendo la carrera. “Purito”, que es así como se le conoce a este catalán, ha dado grandes tardes a la historia del ciclismo y ha aportado un carácter muy particular, en el que destaca una sinceridad apabullante en todas sus declaraciones. Se va con un palmarés envidiable en el que destacan tres etapas en el Tour, dos en el Giro, nueve en la Vuelta, dos victorias en el Giro de Lombardía, una Flecha Valona, una Vuelta al País Vasco, un Campeonato de España en ruta o sus medallas de plata y bronce en el Campeonato del Mundo de Ciclismo en Ruta.
Por muy predecible que pueda ser la disputa, esta última lucha del Tour, llana y encaminada a una llegada masiva, no deja de ser un espectáculo de comienzo a fin. Se suceden ataques de breve duración que los equipos de los hombres rápidos que aspiran al triunfo en los Campos Elíseos controlan con solvencia. Observo con atención el paso de los ciclistas por el arco del último kilómetro, que a estas alturas es ya una pelea continua por los mejores puestos de cara al esprint. La gloria se la lleva André Greipel. El alemán entra por delante del eslovaco Peter Sagan y el noruego Alexander Kristoff. Con total merecimiento, Chris Froome se hace con su tercer Tour. En esta edición de la ronda francesa, ha sacado tiempo a sus rivales subiendo, bajando, en llano y en las etapas contrarreloj. Le acompañan en el podio Romain Bardet, orgullo de los locales, y el colombiano Nairo Quintana, que no ha gozado de las piernas que él esperaba.
El día finaliza y los operarios se afanan en desmontar todo el tinglado. Las tiendas de souvenirs guardan el material para el año que viene y París intenta recuperar el ritmo habitual de otros domingos de verano. Cruzo la calle Rivoli en dirección contraria a la de esta mañana. Me merezco un descanso. Cubrir un evento así, con la carga emocional que tiene para mí, resulta cansado. Los gendarmes siguen controlándolo todo. Dentro de unos días, un cura morirá a manos de dos terroristas que actuaban en nombre del Estado Islámico en una iglesia de Normandía. Ese día habrá un cambio significativo en las calles de la capital francesa: los militares sustituirán a los gendarmes en las labores de vigilancia. Aquí nadie se sorprende. Llevan muchos meses así. Normalidad.
Segunda etapa: 30 de julio
Es un orgullo para una ciudad tan pequeña como la capital guipuzcoana albergar una prueba tan importante como la Clásica de San Sebastián. El Boulevard donostiarra ha visto ganar a grandes de este deporte como Marino Lejarreta, Miguel Induráin, Gianni Bugno, Claudio Chiappucci, Davide Rebellin, Francesco Casagrande, Erik Dekker, Laurent Jalabert, Paolo Bettini, Alejandro Valverde o Philippe Gilbert. Además, la afición vasca tiene una fama bien merecida de fiel y entregada. Este suele ser uno de los motivos por los que muchos de los ciclistas extranjeros se acuerdan de las carreras que han disputado en Euskadi cuando se retiran.
Que esté situada en el calendario profesional después del Tour es una suerte, puesto que los ciclistas llegan con la forma física de tres semanas de alta competición y el descanso de una tras finalizar su participación en la grande boucle. Por otro lado, algunos corredores aprovechan esta edición del 2016 como último test antes de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. El recorrido, que supera los doscientos kilómetros, es muy exigente. Suben puertos de primera y segunda categoría. La última dificultad montañosa está muy cerca de meta, haciéndolo decisivo para el desenlace final. Los participantes saben que en esta prueba de un día no gozarán de grandes momentos de calma.
Me cuelgo la acreditación al cuello y entro en la zona reservada para los equipos, la organización y la prensa. Los ciclistas, que salen de sus autobuses para pasar el control de firmas, son, por lo general, cercanos y se paran para hacerse fotos con los aficionados. Purito Rodríguez es uno de los más aclamados. A las preguntas del speaker que conduce la presentación de los protagonistas antes de la salida recuerda que hoy es su última carrera en Europa, puesto que antes de retirarse solo le quedan la Clásica y la cita olímpica de Brasil. Anuncia batalla para intentar llevarse una prueba que no figura en su palmarés y se lleva la ovación del respetable. No lo va a tener fácil. Alejandro Valverde, los hermanos Yates, Tony Gallopin, Daniel Martin, Luis León Sánchez, Bauke Mollema o Rigoberto Urán han llegado a Donostia con la misma intención.
A las once y media salen de la calle Hernani y se disponen a recorrer gran parte de Gipuzkoa antes de regresar a la capital para el primer paso por la meta y la llegada final. Los equipos de los favoritos permiten fugas que en todo momento están bajo control y protegen a sus líderes hasta la subida final a Murgil Tontorra. Allí, Purito cumple e intenta llegar a la cima en solitario, pero varios rivales logran darle caza. Nada más coronar, Mollema ataca a sus compañeros de escapada (el antes citado Purito, Gallopin y Valverde) y logra llegar sin compañía a San Sebastián. En la víspera, el holandés había entrenado a conciencia el tramo final de la Clásica, y de este modo vio recompensado su esfuerzo. Además, consiguió quitarse el mal sabor de un final de Tour irregular. “Siempre había querido tener uno de esos sombreros vascos”, declaró el corredor oriundo de Groninga luciendo la txapela de vencedor sobre su cabeza. Deseo concedido.
Con la entrega de premios finaliza otra gran jornada de ciclismo en tierras vascas. En ocasiones, cuando uno se acostumbra a lo bueno, deja de valorarlo. Espero que con la Clásica no ocurra. Esta prueba es muy apreciada por el pelotón y, además, proyecta a todo un territorio durante horas en los televisores de media Tierra. Casi nada.
Es un orgullo para una ciudad tan pequeña como la capital guipuzcoana albergar una prueba tan importante como la Clásica de San Sebastián. El Boulevard donostiarra ha visto ganar a grandes de este deporte como Marino Lejarreta, Miguel Induráin, Gianni Bugno, Claudio Chiappucci, Davide Rebellin, Francesco Casagrande, Erik Dekker, Laurent Jalabert, Paolo Bettini, Alejandro Valverde o Philippe Gilbert. Además, la afición vasca tiene una fama bien merecida de fiel y entregada. Este suele ser uno de los motivos por los que muchos de los ciclistas extranjeros se acuerdan de las carreras que han disputado en Euskadi cuando se retiran.
Que esté situada en el calendario profesional después del Tour es una suerte, puesto que los ciclistas llegan con la forma física de tres semanas de alta competición y el descanso de una tras finalizar su participación en la grande boucle. Por otro lado, algunos corredores aprovechan esta edición del 2016 como último test antes de los Juegos Olímpicos de Río de Janeiro. El recorrido, que supera los doscientos kilómetros, es muy exigente. Suben puertos de primera y segunda categoría. La última dificultad montañosa está muy cerca de meta, haciéndolo decisivo para el desenlace final. Los participantes saben que en esta prueba de un día no gozarán de grandes momentos de calma.
Me cuelgo la acreditación al cuello y entro en la zona reservada para los equipos, la organización y la prensa. Los ciclistas, que salen de sus autobuses para pasar el control de firmas, son, por lo general, cercanos y se paran para hacerse fotos con los aficionados. Purito Rodríguez es uno de los más aclamados. A las preguntas del speaker que conduce la presentación de los protagonistas antes de la salida recuerda que hoy es su última carrera en Europa, puesto que antes de retirarse solo le quedan la Clásica y la cita olímpica de Brasil. Anuncia batalla para intentar llevarse una prueba que no figura en su palmarés y se lleva la ovación del respetable. No lo va a tener fácil. Alejandro Valverde, los hermanos Yates, Tony Gallopin, Daniel Martin, Luis León Sánchez, Bauke Mollema o Rigoberto Urán han llegado a Donostia con la misma intención.
A las once y media salen de la calle Hernani y se disponen a recorrer gran parte de Gipuzkoa antes de regresar a la capital para el primer paso por la meta y la llegada final. Los equipos de los favoritos permiten fugas que en todo momento están bajo control y protegen a sus líderes hasta la subida final a Murgil Tontorra. Allí, Purito cumple e intenta llegar a la cima en solitario, pero varios rivales logran darle caza. Nada más coronar, Mollema ataca a sus compañeros de escapada (el antes citado Purito, Gallopin y Valverde) y logra llegar sin compañía a San Sebastián. En la víspera, el holandés había entrenado a conciencia el tramo final de la Clásica, y de este modo vio recompensado su esfuerzo. Además, consiguió quitarse el mal sabor de un final de Tour irregular. “Siempre había querido tener uno de esos sombreros vascos”, declaró el corredor oriundo de Groninga luciendo la txapela de vencedor sobre su cabeza. Deseo concedido.
Con la entrega de premios finaliza otra gran jornada de ciclismo en tierras vascas. En ocasiones, cuando uno se acostumbra a lo bueno, deja de valorarlo. Espero que con la Clásica no ocurra. Esta prueba es muy apreciada por el pelotón y, además, proyecta a todo un territorio durante horas en los televisores de media Tierra. Casi nada.
Epílogo: Robocop
Dos días después de que terminara el Tour de Francia, aún estaba en París. Paseaba por los Campos Elíseos en dirección a Chez Clement con intención de llenar el buche y paré en un kiosco para comprar el último número de la revista Charlie Hebdo. Se lo pedí en inglés (ya saben, con ese acento tan poco británico) al hombre que lo regentaba y se percató de cuál era mi nacionalidad. Me preguntó a ver de dónde era. “¿Vasco? Allí sois fuertes y serios, como Robocop”, me dijo. Él era portugués, y me confesó que daba gusto poder conversar con alguien que hablara un idioma más cercano al suyo que el francés.
Ya de vuelta en San Sebastián, reflexioné sobre lo que me había dicho aquel vendedor luso de prensa y llegué a la conclusión de que en el deporte los verdaderos superhombres y supermujeres eran esos ciclistas que había visto llegar a la capital francesa. Ellos no escatimaban un gramo de fuerza después de llevar tres semanas montados en el sillín de la bicicleta. El esfuerzo de ellas se podría personificar en Julie Leth, que tras una dura caída y con una profunda brecha en la pierna solo pensaba en que la vendaran para poder llegar a la meta. Era increíble la determinación con la que le pedía al médico que la dejase seguir.
El pasado 19 de mayo, Alberto Zerain hizo cima en el Dhaulagiri, montaña situada en la cordillera del Himalaya (Nepal). Tiene 8 167 metros de altura, lo que la convierte en la séptima más alta de la Tierra. Pude escuchar la conversación que tenía este alpinista vasco con el campamento base nada más coronar. Anunciaba cómo iba a gestionar la bajada y se disculpaba por cómo se expresaba: “Tengo dificultad al hablar porque tengo congelada la mandíbula”. Me quedé alucinado con su entereza y con esa capacidad de sufrimiento. Otro superhombre.
Habitualmente oímos quejarse a jugadores, entrenadores o presidentes de equipos de fútbol cuando les toca jugar un par de partidos teniendo un descanso de dos días entre ambos. Los medios de comunicación se suelen mostrar comprensivos con sus lamentos y los suscriben. En estos días que he pasado a rueda del ciclismo, viviéndolo de cerca, he meditado al respecto y la realidad es tozuda. Las comparaciones son odiosas cuando se hacen entre el fútbol y otros deportes más sacrificados y mucho menos premiados. Cada uno elige a sus robocops. Yo tengo claro cuáles son los míos.
Dos días después de que terminara el Tour de Francia, aún estaba en París. Paseaba por los Campos Elíseos en dirección a Chez Clement con intención de llenar el buche y paré en un kiosco para comprar el último número de la revista Charlie Hebdo. Se lo pedí en inglés (ya saben, con ese acento tan poco británico) al hombre que lo regentaba y se percató de cuál era mi nacionalidad. Me preguntó a ver de dónde era. “¿Vasco? Allí sois fuertes y serios, como Robocop”, me dijo. Él era portugués, y me confesó que daba gusto poder conversar con alguien que hablara un idioma más cercano al suyo que el francés.
Ya de vuelta en San Sebastián, reflexioné sobre lo que me había dicho aquel vendedor luso de prensa y llegué a la conclusión de que en el deporte los verdaderos superhombres y supermujeres eran esos ciclistas que había visto llegar a la capital francesa. Ellos no escatimaban un gramo de fuerza después de llevar tres semanas montados en el sillín de la bicicleta. El esfuerzo de ellas se podría personificar en Julie Leth, que tras una dura caída y con una profunda brecha en la pierna solo pensaba en que la vendaran para poder llegar a la meta. Era increíble la determinación con la que le pedía al médico que la dejase seguir.
El pasado 19 de mayo, Alberto Zerain hizo cima en el Dhaulagiri, montaña situada en la cordillera del Himalaya (Nepal). Tiene 8 167 metros de altura, lo que la convierte en la séptima más alta de la Tierra. Pude escuchar la conversación que tenía este alpinista vasco con el campamento base nada más coronar. Anunciaba cómo iba a gestionar la bajada y se disculpaba por cómo se expresaba: “Tengo dificultad al hablar porque tengo congelada la mandíbula”. Me quedé alucinado con su entereza y con esa capacidad de sufrimiento. Otro superhombre.
Habitualmente oímos quejarse a jugadores, entrenadores o presidentes de equipos de fútbol cuando les toca jugar un par de partidos teniendo un descanso de dos días entre ambos. Los medios de comunicación se suelen mostrar comprensivos con sus lamentos y los suscriben. En estos días que he pasado a rueda del ciclismo, viviéndolo de cerca, he meditado al respecto y la realidad es tozuda. Las comparaciones son odiosas cuando se hacen entre el fútbol y otros deportes más sacrificados y mucho menos premiados. Cada uno elige a sus robocops. Yo tengo claro cuáles son los míos.